Por Matilde González (@matildegl1963), columnista de La Sociocultural.
En 1929, Ángeles Santos presentó en el Salón de Otoño de Madrid el cuadro “Un Mundo”, y provocó una auténtica conmoción. Lo había pintado ella, una jovencita de apenas dieciocho años, en una ciudad como Valladolid, que no se caracterizaba por la variedad de sus contactos culturales en aquellos años. El entorno de la pintora no era de apertura intelectual. Pintaba sin escuela alguna, por intuición y con inocencia. Ángeles Santos abría la puerta de su mente a lo que ella misma desconocía. Se encontraba perdida en el torbellino de su adolescencia y empezó a pintar de manera natural. Emprendía un camino en búsqueda de respuestas a los interrogantes que la perseguían, esas preguntas que hacía acerca de lo que la rodeaba y sobre sí misma, sin respuesta fácil. Así empezó a pintar este cuadro.

Nos ha regalado la visión de su mundo particular, un territorio inexplorado hasta entonces. Ángeles Santos pintaba y pintaba, aparentemente sin esquema previo, para comprender y conocerse, para llegar hasta algún lugar seguro. “Pinté sin parar”, explicaría más tarde. El lienzo que hoy vemos en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía se interpretó como extraño desde su primera aparición pública. Es misterioso e inquietante. Si el espectador se acerca a observar el detalle, se siente provocado por un sentimiento parecido a la perplejidad. “Un Mundo” recrea un estado de ánimo opaco. Es un interior sentimental. La luz en el cuadro es tenue y evoca una mirada solitaria. Las personas que habitan ese cosmos son diminutas porque se las contempla desde la lejanía. La vida pugna por abrirse camino en este universo dificultoso.
En los años veinte fue una sorpresa para poetas como Juan Ramón Jiménez, quien se sintió fascinado ante la personalidad del cuadro. Pero fue el carácter de la pintora lo que llamó la atención de artistas como Jorge Guillén, Francisco de Cossío, Ricardo Baroja, García Lorca o Vázquez Díaz. Ramón Gómez de la Serna describió la obra en La Gaceta Literaria de Madrid (1930) “como si fuese un dado de gran fortuna que cayese en medio de las jugadas nulas de casi todos los pintores”. Un dado enorme lleno de cosas y con una atmósfera extra lúcida. Es, en efecto, un globo terráqueo cuadrado, a modo de planeta, suspendido en una órbita sobrenatural rodeada de ángeles y personajes no terrenales. Esos espíritus, acompañantes de los sueños, llevaron a los críticos a colocar este cuadro en el ámbito del surrealismo porque había que ubicarlo en algún lugar. La traducción es un espacio imaginario que se entiende, solo, porque existía en la fantasía de Ángeles Santos. En su mundo particular, las personas indefinidas eran conocidas únicamente por la artista. Ella era la única que veía el sol deslumbrar desde el ángulo superior derecho y ofrecer luz a la mitad del globo mientras en el otro lado duermen.
También hay descanso eterno en forma de cementerio y personas sentadas en un cinematógrafo viendo una película, y visitantes de una galería de arte. Hay un aeroplano con algunos pasajeros alrededor esperando el despegue, unos automóviles y un ferrocarril que recorre un trozo de vía y se introduce en las entrañas de la tierra. Estos inventos modernos de los años veinte están presentes en la imagen del cosmos de Ángeles Santos como una realidad cotidiana, junto a unas jóvenes que marchan en formación (¿van al colegio?) con sus uniformes. Quizá esta muchacha vallisoletana anhela una vida llena de aventuras y por esta razón pinta un velero navegando por un canal, unos vacacionistas tumbados en la playa, tomando el sol, y un partido de fútbol disputado sin público. Si la vida deportiva le es lejana, la ausencia de vida parece ser más presente. En este cuadro falta alegría, color, vida. Todos los árboles están desnudos o secos, todas las casas son rígidas construcciones de hormigón gris.

Gómez de la Serna decía que Ángeles Santos quería una casa llena de estrellas, lunas y soles. Su deseo era tocar el cielo con las manos. Y casi lo consigue. ¿Cómo interpretar, si no, los ángeles que rodean su mundo y distribuyen la luz?
El autorretrato de la pintora, que también conserva el Museo Reina Sofía y que coincide en la fecha de ejecución con la de «Un Mundo», no permite ver en su imagen la fantasía necesaria para la creación de un universo semejante. Ella aparece ante nuestros ojos como una mujer anodina, pintada con apenas color, en tonos ocres, mirando al frente sin miedo, pero sin ilusión. La ropa desgastada, el peinado descuidado y la pose sin gracia parecen querer decir que solo le importaba la órbita interior. No necesitaba, no le importaba, nada más. A la vista de la imagen que ella ofrecía de sí misma nos preguntamos: ¿qué drama le rondaba en la cabeza para pintar así su mundo?
En el momento en que su cuadro apareció en el Salón de Otoño de Madrid, ella dejó de ser anónima y se convirtió en una revelación. El laberinto de su personalidad había aflorado, y exponía al público por primera vez lo que pocas personas intuían. Familiares cercanos y amigos deberían haber visto a las claras el desasosiego de Ángeles. No sabemos hasta qué punto fueron conscientes del sufrimiento de la pintora, porque normalmente los allegados a los artistas son los últimos en entenderlos. Ángeles Santos tenía brillo propio, aún a costa de su espíritu doliente y solitario. Su alma blanca en busca de sueño estaba lejos de modas y poses. Recordaba el internado de monjas donde se sintió abandonada y de donde se escapó colgándose por la tapia. Confesaba que se ahogaba en Valladolid. En la casa paterna guardaba cuadros pintados poco tiempo después de salir del colegio y Gómez de la Serna ya vio en ellos buenas dosis de angustia. Cuando salían de un café el escritor, el padre de Ángeles y la artista, ésta se quitó el sombrero en señal de rebeldía. Melancólica indocilidad.
El escritor marchó a París y Ángeles Santos permaneció encerrada en Valladolid. Se cartearon. La pintora declaró que estaba triste, que le parecía haber perdido la razón. “Yo quiero ser el mejor espejo en que se mire Dios”. Y por carta le advirtió que se iba a marchar al campo a dar un largo paseo para no volver, “huyendo de que me quieran convertir en un animal casero”. En medio de esta huida la encontró su padre, deambulando sin rumbo. El universo se le hacía pequeño y se hizo más miserable cuando la encerraron en un hospital psiquiátrico.
Era muy tierna.
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