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Foto del escritorMartin B. Campos

¿Conversar o llenar el silencio?

En las plazas de todo el mundo existe un singular juego de dos. Un juego tan sencillo que consiste en una tabla con asientos en los extremos sobre una base de hierro: el subibaja, balancín o cachumbambé para los cubanos. Por su parte, el pasamanos, las hamacas, los toboganes, son todos juegos solitarios. Sin embargo, un solo chico no puede usar el subibaja. Me pregunto si algún inventor estará pensando en fabricar subibajas con contrapeso, subibajas individuales. Pensemos, o más bien recordemos, que cuando había diferencia de peso entre los chicos, el de mayor porte debía acercarse al centro, o bien, el más leve tenía que alejarse para compensar, y todo esto desconociendo los principios de la física. También estaba el impulso que debían dar los jugadores para subir. Si el otro no se impulsaba desde abajo, uno corría el peligro de pasar toda su existencia colgando de la punta de ese subibaja. ¿Quién no recuerda esas cosas? A veces me quedo en las plazas observando con incredulidad esa fácil amistad. Con la conversación pasa algo parecido, necesita de dos atenciones.


Después nos atropellan los años. Alguna vez te subiste por última vez al subibaja, no lo sabías. Por algún motivo las hamacas son las únicas que no nos excluyen con el tiempo. Y aparecen otras cosas, ya sabemos, alcanza con mirar un poco. La gente deja de jugar, prefiere la seriedad, y esa seriedad separa. ¿Por qué, hoy en día, se suele tener miedo a la soledad pero también a la compañía? Hace ya algún tiempo se viene diciendo que el sentimiento de soledad no está relacionado tanto con la distancia física como con una distancia cultural, intelectual, psíquica. Soledad, tal vez, es creerse incomprendido, impotente frente al esfuerzo de comprender o de hacerse comprender. En otras palabras, la soledad podría pensarse como la incapacidad de identificarse con otro, es decir, la incapacidad de experimentar el mundo de a dos.


Fotografía. Vivian Maier.

Basta caminar un rato por cualquier calle para observar algunas curiosidades: personas con auriculares y miradas perdidas, otras con el celular en la mano, ajenas al dictamen de los semáforos, otras en llamada, hablando sobre negocios. En el colectivo nadie se mira, todos van congelados, cuidándose de no mover ni un pelo. Todos quietos salvo el chofer, cuyo lugar en el colectivo es el único justificado, es el único que está haciendo dinero. También es el único que está protegido por la cotidianidad de su rutina.


También ocurre ladrillos adentro. En la mesa ya no se respeta aquel viejo o no tan viejo principio de, mientras se come no se usa el celular. El problema es que ese principio, antes, proponía un sustituto, un motivo por el cual no tener el celular en la mano podría ser conveniente: la conversación. Hoy en día, si se exige no usar el celular, lo demás se agota, aparece un silencio incómodo, apenas unas palabras expeditivas, y la conclusión de que lo mejor es volver a usarlo. A veces, en la mesa, indago con tristeza cierta suposición, amago de hipótesis: desaparecieron los significados pero quedaron las formas. Permítame el lector explicar esta idea reseca de imágenes antes de abandonar el texto para responder un mensaje. Pensemos en la Navidad, ¿Cuántos quedan que celebran, honestamente, el nacimiento del Salvador? El resto aprovecha la ocasión como una oportunidad para comer hasta el estertor y descorchar sin culpa. ¿Quién recuerda el significado de la noche buena, del pesebre, de la estrella en la cumbre del árbol, de las luces?


Supongamos que estamos en Miami, en la playa, con un robusto paquete de papas fritas, unos anteojos de sol y unas buenas chancletas. Supongamos que, en medio de ese idilio convenido, nos sentimos tristes. Ahora, a la indivisible tristeza se le apila aquella otra tristeza de sentirse triste en un lugar donde la felicidad es casi un deber civil. Esto es lo que para mí significa sentirse miserable. Se piensa: debería sentirme feliz por todo esto, ¿por qué me siento vacío?


Sin necesidad de recurrir a una playa que todos conocemos aunque pocos la han pisado, quiero trasladar el ejemplo a una cena cualquiera: las personas que la componen son arbitrarias: podrían ser amigos, familia, conocidos, no importa demasiado. Pero para sumar verosimilitud, ya que podría ser cualquiera, elijamos un matrimonio cimentado más en la conveniencia económica que en el sereno amor conyugal, ellos y una hija joven, digamos, de unos diecinueve años. Hay comida de sobra, hay agua, hay vino, hay pan, hay vajilla sana, la mesa no tambalea, en la tele pasan un partido de fútbol del ochenta y seis, y el sonido del extractor llena a medias el silencio de esas almas en desuso. Lo eclipsa un rato. Las personas de nuestra mesa comen calladas. A cada cual su porción de comida y rumoreo interior. Cada tanto se miran sin expresar nada, y rehúyen los ojos ajenos con un terror escondido, desconocido, como un destello negro. Comentan que la comida está rica, que las verduras están sabrosas, que hay que sacar la basura y pagar la luz. Cada palabra entumece la atmósfera, esa bisagra oxidada. El padre apaga el extractor, no es útil si ya no hay humo ni vapor que extraer. No es útil pero ahora expone algo peor, el silencio y los sonidos aislados de los cubiertos. Cada uno escucha su propio tragar, se cae un tenedor en el plato y los tres se sobresaltan, pero no tardan en ignorarlo. Cada cabeza está en otro lado, aunque la tensión en la mesa desmiente esa suposición. La madre agarra el celular. Los otros dos se alivian porque ese pequeño y audaz gesto admite la réplica. Antes tenían miedo de que los otros se ofendieran, ¿de qué? Aún necesitan ruido. El padre sube el volumen de la tele. La conversación parece imposible, ¿por qué? Quizá sea la tensión. Si estiramos mucho un resorte desde ambos extremos y de repente se corta, llegan segmentos a cada extremo con una fuerza desproporcionada, capaz de herir; si el resorte está en reposo y se lo estira apenas, no corre peligro de romperse, ni, por extensión, de lastimar. Es la tensión, el pudor, un silencio kafkiano que se acepta porque es tan evidente que: ¿Cómo negarlo? ¿Cómo negar el fuego fulminante de una mirada que esconde? Una cucaracha ofende las baldosas, el padre la ve y corre a matarla, así, sin preguntarse nada. Simplemente porque es una cucaracha y las cucarachas no deberían existir, ¿debería él, también, existir? Es tal el silencio que ha cincelado la costumbre que hoy se yergue en el aire como una muchedumbre de amenazas. Todos levantan sus cosas. El padre se va a mirar la tele, la hija a lavar los platos, la madre a bañarse. Los espacios vacíos de la casa se sienten como si fuera un universo entero hecho de filos fríos, tensos. El sonido de una gotera podría destruirte en ese desierto. Los tres piensan, por separado, hay que aguantar, ¿aguantar qué? ¿Qué sigue? ¿Qué hay después de esto? A la noche cada uno se arrastra a su cama, que ya no es capaz de guardar los sueños sencillos de otras épocas. Hasta los sueños se borran si se descuidan el tiempo suficiente. Si uno se acostumbra al silencio o al ruido corre el peligro de ya no hallar la música en la música. Acostados, mirando el techo, separados a bisturí del mundo, no son capaces de concebir una vida mejor, no quedan palabras que puedan hilar un nuevo sueño, ni imágenes que puedan desatar una añoranza.

Sus pasos han ido configurando un nudo gordiano.


Después acuden, los fines de semana, a mezquinas fantasías de amor, ensueños falsos. La ropa de moda, la comida repetida, las fotos clichés, la música fuerte y la oscuridad seductora de los boliches, el humo y el olor a cigarrillo, el lugar que el mundo reserva y acomoda para los mercenarios de sí mismos, los que se ponen de espaldas cuando acecha un espejo o un consejo. Pero todo alrededor vibra y retumba como si se reventara una piedra contra las paredes de un conteiner vacío. Lo terrible es esto: vuelven a su casa con la certeza, la terrible certeza de que a nadie le preocupan realmente. A nadie más que a sí mismos, si es que aún queda algo ahí. Esa soledad. La noche es una masacre. La gente se usa entre sí, y si alguien desaparece simplemente se reemplaza, como se reemplaza un celular o una taza. En el mundo de las apariencias, la condición es acumular sensaciones a cambio de alquilarse para una ambición ajena. Si uno tiene suerte, puede ser esa ambición ajena, o bien, la prostitución es tal que uno la ejercería ad honorem. Pero no es el caso del común de la gente.


Ahora me gustaría pensar, casi como un juego dialéctico, a modo de radiografía, lo que sucede en las mesas hace algunas décadas.


Los temas de conversación han variado siempre según las circunstancias, los tiempos, los problemas de la época, pero nunca como hasta nuestros días se ha visto tan empobrecido el lenguaje. Y cuando hablo de lenguaje me refiero a las ideas que somos capaces de pensar y ordenar en palabras. Y cuando hablo de capacidad me refiero a lo que somos capaces de valorar e imaginar mediante pensamiento, de abstraer, mediante el trabajo consciente de comprender una idea y un contexto. Pensemos, por ejemplo, en el proceso de conocer un tema, digamos, el sistema circulatorio. Ya es sorprendente el hecho de haber olvidado el primer encuentro con esa idea roja y pulsátil que llamamos corazón. Nadie ve su propio corazón, lo percibimos por sus latidos, por su insistencia mecánica. Pero bien podrían habernos dicho, cuando apenas teníamos cuatro o cinco años, que dentro del pecho hay un sapo croando, o un motor eléctrico como el de los autos, y que funciona a base de hojas verdes (excusa ideal para insurgentes de un metro diez). Después, veremos de forma estática las partes que conforman el sistema: corazón, venas, arterias. El corazón, a su vez, se divide en aurículas y ventrículos, con sus válvulas. La sangre se distribuye a través de las arterias y vuelve al corazón a través de las venas. La vena cava lleva al corazón la sangre sucia y desnutrida, del corazón sale la arteria pulmonar con su sangre para que en los pulmones se cargue de oxígeno, y un largo etcétera. El recorrido es tan predecible como la posición de los trenes. Más tarde, podemos preguntarnos, ¿Qué transporta la sangre a los órganos? Y cuando nos enteramos de que lleva oxígeno y otros nutrientes, nos preguntamos, ¿Qué es el oxígeno y por qué lo necesitan los órganos? ¿De dónde viene el oxígeno? ¿Cómo se carga la sangre? Y así hasta el infinito. Pero supongamos que a un niño simplemente se le responde que en el pecho hay un corazón incrustado, y después simplemente se le prende la televisión para que no haga preguntas. Se entretiene sin grandes complejidades. Y cuando el niño insiste con sus preguntas, los padres enarcan tanto las cejas que parecen barrotes de una jaula. Implícitamente, se va implantando la idea de que preguntar está mal. Hay que limitarse a recibir del mundo lo que el mundo es. El problema no es una idea en sí, sino sus consecuencias. Las nuevas ideas que surgen a partir de las primeras se van multiplicando como una enredadera y empiezan a tapar su origen. Y, quizá, cuando uno quiere dirigirse directamente a ese origen, el camino se parece al que emprende un buzo en la parte más profunda del mar. A medida que desciende, la presión va aumentando, a la presión de aire del exterior se van acoplando toneladas de agua salada que podrían reventarte los tímpanos. Y el tubo de oxígeno merma y avisa que ya hay que subir, que no queda mucho tiempo. Y uno apenas pudo vislumbrar un poco de musgo, algunos peces que desconocía, y allá en el fondo un abismo negro, inaccesible.


Sin embargo, cuando se conoce y se permite conocer el sistema circulatorio, se abre ante los ojos un nuevo mundo de conceptos que funcionan tierra adentro de la anatomía, una ontología, una semiología y una epistemología propias. Una vez que se conocen los elementos de manera estática, como un conjunto de tejidos diferenciados, podemos indagar en sus funciones, es decir, en la fisiología. Y una vez que se conocen las estructuras y también sus funciones, podemos salirnos de la regla y estudiar los desequilibrios crónicos, mejor conocidos como enfermedades, a través de la patología.

Ahora que ya propusimos un esquema simple: estructura, función, desequilibrios; me gustaría ocuparme de un elemento que identifico más importante: el entusiasmo. Curiosidad, atención, involucramiento, entusiasmo, como prefieran llamarle. Muchos hemos participado en clases, no importa su naturaleza, en la que el disertante se ubica delante del aula y empieza a reproducir un discurso que en poco y nada se diferencia de leer una reforma constitucional. No deberíamos asistir a clases que el docente no haya preparado con anterioridad. Lo cierto es que, así como la curiosidad es contagiosa, el aburrimiento también. En muchos casos, la pasión por un tema o una materia, tiene más que ver con un profesor apasionado que con el tema en sí, porque cualquier tema puede ser interesante si se mira por primera vez. Richard Feynman, cuya consciente ignorancia socrática lo llevó a merecer el Nobel de física, sostuvo,


Prácticamente todo a nuestro alrededor es realmente interesante, si lo observas profundamente.


Aseveración que me resulta imposible contradecir, porque no encuentro contraejemplos en mi propia experiencia. Siempre que algo me pareció aburrido en principio, se debió a un prejuicio que con magra injusticia epitafié sobre el tema hasta que un nuevo asombro me descubrió avergonzado. ¿Qué es el aburrimiento sino la creencia soberbia de que algo no tiene nada más para ofrecer, de que ese algo está exprimido como una naranja? En definitiva, el aburrimiento es una superstición. Y con esto no pretendo sugerir que yo estoy exento de aburrimiento, como también descreo de aquel Cortázar parisino que aseguraba estar inmunizado contra el aburrimiento. Es probable que la mayor parte del tiempo se hallara entretenido, pero hubiera sido más amable con los aprendices si se rebajaba a la humanidad en lugar de pulir una mitología. A veces la vanidad gana. Más amable sería develar el puente a través del cual se puede hacer de la curiosidad un hábito. Así como cierto príncipe obligaba a uno de sus súbditos a que le recuerde que algún día moriría para vivir con más honestidad, también el aspirante a curioso debería recordarse cada mañana que solo sabe que no sabe nada. La puerta de entrada a cualquier asombro es esa simple sentencia. Pero el camino a la puerta es extenso y serpentea. Sugiero asumir que la riqueza del mundo es tan habitual e inabarcable que el tedio empieza a vislumbrarse como lo que realmente es, una presunción.


Ahora volvamos a la mesa, símbolo del encuentro y de la suspensión del tiempo. ¿Con qué elementos contamos? Estamos lejos, seguro, de reuniones como las que aquel ilustre Emanuel Kant planificaba en la obra de de Quincey, reuniones cuyos temas se organizaban en listas de ideas y hasta ordenados en el tiempo para que nunca quedaran huecos en la charla. El mundo era más grande en aquel tiempo. El mundo era más grande porque el lenguaje era más grande. Y no quiero que con esto se me acuse de reaccionario o de infundado. Voy a exponer dos ejemplos: hace unas semanas, vi una publicación con unos apuntes prolijísimos sobre arquitectura gótica; la persona que compartía estas fotos invitaba a quienes las vieran a pedírselas para cuando les tocara estudiar la materia. Se los pedí, argumentando que el tema me parecía interesante. Me respondió, casi ofendida por mi intromisión, que eran apuntes de arquitectura, y, por supuesto, no me los compartió. El otro ejemplo, comprando un libro de segunda mano, de Jung, sobre psicoanálisis. Pregunté al vendedor si tenía idea sobre si el psicoanálisis de Jung era una rama del de Freud o si eran completamente distintos. Pregunté si tenía idea. Por toda respuesta obtuve: “Soy profesor de geografía”. Lo que me llama la atención de estos ejemplos, no es la ignorancia, de la que nadie escapa, sino las respuestas. Me pareció, en los dos momentos, como si le preguntara a alguien si leyó alguna vez Mafalda y me respondiera: las tres de la tarde. Sentí que no tenían ningún sentido esas respuestas, ninguna solución de continuidad. Los apuntes aquellos no son de arquitectura, pertenecen al mundo y la universidad los toma y los acomoda donde lo considera más adecuado; así como el profesorado de geografía no es al conocimiento psicológico lo que el viernes santo a la carne. De fondo, se cree que la especialización es una elección divina, como si las carreras universitarias hubieran desplazado a las religiones. La curiosidad no se rebaja a una disciplina en particular. Las carreras universitarias no deberían sentirse como habitaciones aisladas del mundo, anónimas, sin puertas ni ventanas, sino más bien como ascensores que permitieran desplazarse y acceder a distintos pisos y habitaciones, al mundo. Hoy en día parecen excusas para aislarse del mundo en lugar de ser caminos para acercarse a él. El mundo se vuelve pequeñísimo, gris y dogmático cuando solo le admitimos una posible explicación.


Las redes sociales y las grandes empresas no colaboran, estrechan el pensamiento, lo sesgan de tal modo que la obra de Orwell, 1984, no debería leerse como ficción sino como realismo sucio. El inflable lenguaje que determina el tamaño de la comarca.

Cuando pienso en la mesa, en que se habla de sensaciones pero no de ideas, podría preguntarme, ¿por qué es mejor pensar en ideas? Lo cierto es que las sensaciones se agotan en sí mismas, no permiten una complejidad, un sabor es un sabor, una imagen es una imagen, un olor es un olor, son cosas irreductibles. Por otra parte, tomemos una idea cualquiera, un edificio: es una construcción erigida con el fin de que las personas vivan una encima de la otra sin hacinarse. Permite aprovechar el espacio a cambio de acortar los días a quienes caminan por las veredas. La sola idea motiva miles de preguntas. Y estoy seguro de que para ser un conocedor de edificios no alcanzaría una vida de estudio. ¿Cómo no puede alcanzar para el tiempo que transcurre en una cena? ¿Cuál fue el primer edificio? ¿A quién se le ocurrió el ascensor? ¿Cuál es el más alto? ¿Cómo resisten los terremotos? Etc. Y así como el edificio, puede ser cualquier cosa: el origen del soneto, las ondas electromagnéticas, la luz, la evolución, el calor, las moscas, las galletitas de agua, la guitarra, el Everest. Hay lugar para todo.


A todo esto, habría que sumar uno de los grandes problemas de nuestra época: el culto a la personalidad. Que en nada se parece al noble ejercicio de experimentar la identidad. Las personas suelen tener una idea del yo tan sobreestimada que cualquier comentario que vaya a contracorriente de sus creencias se toma como algo personal, como una afrenta a la persona en su individualidad. El culto a la personalidad supone una demanda de tiempo enorme para suplir las necesidades que la imagen requiere: tiempo comprando ropa, mirando series de moda, aprendiendo canciones de moda, saliendo a tomar cerveza, a boliches, sacándose fotos, buscando precios de operaciones estéticas, actualizando las redes sociales, en fin, cumpliendo los estándares de lo que se espera de nosotros, ¿Quién lo espera? ¿Hay personas particulares esperando algo o es algo más grande, impersonal, que se alimenta y se retroalimenta? Necesitamos cumplir los estándares mucho antes de preguntarnos si estamos de acuerdo con ellos, o si son adecuados para nosotros. Y así vamos perdiendo el respeto por nosotros mismos, nos vamos olvidando de quienes somos, y muchas veces ya no hay camino de regreso. Se corta el hilo de Ariadna y el laberinto se transforma en nuestro mundo sin dejar nada fuera. Se olvida, incluso, que podría existir un camino de regreso.


La corrección política también es parte del problema. La censura hoy no necesita de la hoguera. La cancelación tomó el lugar del castigo. ¿No es la censura social una forma de negar la libertad de expresión? En la película Anna Karenina se dice de ella que "ha hecho algo mucho peor que infringir la ley, ha infringido las reglas". La moral rusa es lo que Anna traspasa, no su ley. Hoy día, la censura no es directa, los medios de comunicación la distribuyen en forma de discurso único. No se habla de lo que no se puede hacer o decir, no hay carteles de prohibido, simplemente se muestra lo que se debe decir. Lo demás queda por fuera y el discurso se absorbe por ósmosis. La corrección política, convengamos, es la metamorfosis de las personas en radios. Ser hablados por otros. ¿Cómo podemos conversar con alguien si no somos capaces de conversar primero con nosotros mismos? ¿Cómo sin antes detenernos a pensar si estamos de acuerdo con lo que recibimos de afuera? Es difícil, y ya Truman nos mostró que, en realidad, todos podríamos ser Truman, y lo somos.


¿Qué sucede si intuimos que nuestras conversaciones habituales se tornan aburridas, maquinales? A veces tenemos el reflejo de quejarnos sin asumir que somos parte del problema, como en aquella Fábula de los ciegos, de Hesse. Nos acostumbramos tanto al mundo del espectáculo, al pasivo mundo de la imagen, que no logramos ver que estamos tomando un rol activo en esa pasividad. ¿Por qué no ser uno quien propone un nuevo tema de conversación cuando esta se torna monótona? ¿Por qué no proponer un juego? ¿Una adivinanza? Lo que sea tiene más valor que una sucesión de frases hechas, de lugares comunes, de plantillas sin rastro de estilo, de ese páramo de irreflexión e ideas prefabricadas que hoy llaman casi con orgullo madurez, o progreso. Siendo que no es más que corrección política.


Comprender que no sabemos nada o muy poco, que la personalidad es una convención metafísica, como el cielo que nunca comienza en realidad, que las universidades no son el conocimiento sino uno de sus tantos caminos, que las personas son fines en sí mismas, que la verdad no nos pertenece, que tener razón enriquece menos que darla, que el orgullo de la razón hizo felices a muchos menos hombres que la sencilla y abnegada escucha atenta; solo ahí puede ocurrir el entendimiento.


Hace poco pasé por una plaza y no había subibajas. Sentí un pequeño horror. Aún me debato si fue casualidad.


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