Un necio se sentaría al borde de un estanque y, cautivado por la belleza de un pez, lo sacaría del agua para apropiárselo, no tardaría mucho en lamentar su error. En cambio, un poeta, se demoraría un buen rato mirando el pez, sus movimientos, su relación con el agua y con el resto de las cosas a su alrededor. Más tarde, quizá años más tarde, recordaría aquella imagen y escribiría un poema.
Sin embargo, hacer poesía se parece a pescar en un lago sin peces. Es perseguir la magia de las cosas. Se propone atrapar la belleza del mundo, su eternidad. Un poema sobre un pájaro captura su vuelo; sobre una flor, su aroma y sus colores; sobre el mar, su salinidad y su movimiento sin límites. Borges se aplicaba a esta tarea como un artesano, parecía intuir muy bien que la impureza de la literatura es el tiempo, que mientras un poema no sea el extracto puro de la belleza, estaría condenado a marchitarse.
Se educó principalmente en su casa, en la biblioteca de su padre, que colmaba todos los espacios y los tiempos. Lo imagino despertando de un libro y verse sorprendido al saberse encerrado entre cuatro paredes, pero un poeta sabe muy bien que la imaginación, los libros, los cuadros, anulan los límites del espacio como un Aleph.
Poblaban su imaginación el misterio del tiempo, la épica, la poesía, las metáforas, el idealismo, el infinito, el gaucho, los arrabales, los zaguanes, la nobleza, los laberintos, los
espejos, los tigres. Eran parte de su mundo.
Creció aprendiendo el español por su tierra, y el inglés por su abuela. Su padre dispuso la biblioteca y la libertad; Borges, la literatura. La escuela, que lo demoró hasta sus nueve años, le enseñó a sufrir sus contemporáneos, que más tarde serían los académicos.
Viajó a Europa a los diecisiete, donde aprendió el francés y conquistó el alemán.
A los veintitrés, en Argentina, publicó Fervor de Buenos Aires, su poemario y tercer libro escrito (los dos primeros no encontraron más ojos que los suyos, reprobatorios, como lo serían después con tantos otros). Es casi imposible dejar de arrimar una sonrisa cuando se lee, en la edición de 1969 que “En aquel tiempo, buscaba atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”. Él estaba convencido de que este mundo se parecía al infierno, al sufrimiento que describe Schopenhauer; sin embargo, en sus últimos años, reconoce tímidamente que “no pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”. Borges era un hombre noble: del linaje militar de su padre no extrajo violencia, porque quizá nunca la halló. Como un poeta, extrajo la belleza del militar: su valor, su nobleza, su honor. Para Borges la literatura era lo más importante, y su bandera era la verdad a cualquier precio. Uno de los poemas en los que se percibe su nobleza es El remordimiento, en el cual expresa su anhelo de haber sido más feliz, no por él, sino para que su madre, que tanto amaba, lo sea.
Sus libros más reconocidos, Ficciones y El Aleph, fueron publicados en 1944 y 1949, respectivamente, y guardan sus más profundas indagaciones filosóficas y literarias. En cuanto a premios, recibió el Cervantes, y estuvo postulado eternamente al Nobel, sin obtenerlo. Lo curioso, aunque evidente, es que quien perdiera prestigio fuera el premio. Cuando pienso en Borges, imagino a aquel niño que pasaba las tardes acostado en el piso leyendo boca abajo, en aquel niño que traducía lo más puro del espíritu, no las vanidades de los hombres. Pienso en la posibilidad de concebir un mundo sin Borges, pero sería como imaginar un mundo sin Galileo, sin Einstein, sin Kant, sin un color. Al mundo pueden faltarle muchas de sus cosas, pero no los sueños. Yo no voy a urdir esa distopía.
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