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¿Quién soy? 

Estuve leyendo a César Inalaf y a Giovanni Papini. Del cuento Dos imágenes en un estanque, de Papini, más que el íntimo argumento me quedé mirando una idea del principio, que él escribe entre paréntesis pero que yo leí con ojos de resaltador: “he pensado siempre que existen también ciudades desterradas de su propia patria”. Algo así como un enclave camuflado.  O peor, un enclave que no es parte de otra patria, pero tampoco tiene identidad propia. Ah, ¿que qué es un enclave? Algo así como una isla que no está rodeada de agua. El argumento de Papini empieza con esa acotación geográfica, aparentemente inofensiva, que en realidad es una metáfora, o una alegoría. El cuento trata de un hombre que vuelve a la ciudad donde estudió, después de siete años, y al mirarse en el estanque se encuentra consigo mismo, pero siete años menor. Lo saca del estanque, conviven, pero con el paso de los días deja de tolerarlo, y al final lo niega y lo odia. Dice, cerca del final, nuestro heterogéneo narrador: “Y recuerdo que entonces despreciaba a mi yo pasado (...) Ahora desprecio a aquel que despreciaba. Y todos estos menospreciadores y menospreciados han tenido el mismo nombre, han habitado el mismo cuerpo, se presentaron ante los hombres como un solo ser vivo.” Un enclave, perteneciente al mismo país que lo rodea, pero incapaz de ser reconocido. ¿Somos, también, nuestro pasado? 


Si podemos permitirnos ubicar la identidad personal en algún lado (y ese “algún lado” es solo una metáfora), ese lugar es la memoria. Ahora, ¿qué es la memoria? Es, a lo mejor, mirar el pasado desde algún criterio, desde algún valor. Es decir, interpretar. Pero los recuerdos ya aparecen interpretados, limados por nuestras creencias. ¿Cómo asegurar que somos la voz en nuestra cabeza si esa voz no pide permiso para hablar? ¿Y si no hubiera ese intérprete? El primer paso hacia la locura (uso esa palabra por convención, no por convicción) es dudar o romper las creencias más profundas. No saber con qué método (porque un criterio es un método) mirar el pasado, eso es lo que desintegra todo. No hay memoria, hay hechos que no se sabe cómo interpretar, porque toda interpretación es una forma de salvar la identidad. No hay barro, hay granos de arena, demasiado secos para poder relacionarlos.


En el cuento de Papini, el personaje que se quedó siete años congelado en el estanque no quiere ser abandonado otra vez, tanto tiempo esperó… Y hay unos versos de César Inalaf que no abandonan mi memoria, y que parecen ser la voz de ese reflejo atrapado en el estanque: “Para mí todo es presencia/Hasta el abandono, tu no mirar”. 


Y ahora mismo recuerdo otra cosa, un detalle que había olvidado, algo que dice Papini llegando al final del cuento: “Habiendo agotado los recuerdos del pasado lejano, yo no podía hablar con él del pasado próximo, de todo mi mundo reciente de bellezas conocidas, de corazones amados y destrozados, de paradojas improvisadas en torno de la mesa de té, y mucho menos del sueño doloroso que ocupa ahora íntegramente mi alma.” ¿Qué es ese sueño doloroso? ¿Será la soledad de no poder comunicarse lo que termina de impulsarlo a abandonar para siempre al otro, a matarlo? No se abandona el pasado (la memoria del pasado) porque sí. Kafka dijo alguna vez que el punto a alcanzar es el de no retorno. A veces creo saber a qué se refería. Otras no. Y, para ser sincero, no sé en qué camino tengo razón.


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