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Foto del escritorAriel Raudez

¿Por qué las personas no actúan como yo espero, o mejor aún, como yo quiero?

En una ocasión, una amiga me comentaba, muy molesta, que no entendía por qué la persona con quien estaba saliendo, y con quien tenía una relación abierta, en momentos la ignoraba y en otros la trataba como si estuviera enamorado de ella. Se preguntaba por qué este hombre no era claro con ella, y por qué, a su juicio, estaba jugando con sus sentimientos. Sería fácil decirle que lo hacía porque era un machista, o porque careció de afecto de niño, o simplemente porque todos los hombres son iguales. Pero también he escuchado quejas sobre por qué cierta gente escucha reggaetón, o por qué las mujeres lo bailan y lo cantan. En fin, por qué la gente, como seres humanos con capacidad de elegir, decide ser como es.


Fotografía. Sebastián Vargas

Es algo muy complejo. Les propongo un ejercicio mental. Imaginemos que cada uno de nosotros es una historia, una especie de recorrido de nuestro cuerpo a lo largo del tiempo y el espacio, que va mutando interna y externamente, y que nuestra constitución biológica está en constante cambio. El cuerpo como totalidad, determina en gran medida lo que somos, desde cómo funcionan nuestras neuronas, nuestras hormonas, nuestra presión sanguínea, hasta cómo funciona nuestra piel. Pensemos que el fenómeno de la consciencia de sí mismo no reconoce el trayecto del cuerpo a lo largo del tiempo y el espacio. Por eso, en la adultez, los cambios devienen en pequeñas crisis, a diferencia de la niñez o la vejez, donde los cambios corporales son más notables. Preguntémonos, ¿Qué pasaría si la habilidad que tiene el organismo para prever ciertas situaciones que considera de peligro o de disfrute, juega un papel importante en cómo nos relacionamos, ya sea con el medio o con otros seres humanos? ¿Y si la velocidad con que se comunican las neuronas u otros órganos del cuerpo afecta la exactitud de la información que discrimina la consciencia de sí mismo? ¿Qué tal que la consciencia de sí mismo siempre llega tarde? Quizás por eso, uno solo se puede dar cuenta que ya está sumergido en un estado emocional porque el cuerpo lleva cierto tiempo reaccionando como tal. Entiéndase, enojado, triste, alegre, ansioso, asqueado.


Sigamos con el ejercicio. Visualicemos el pensamiento como un proceso determinado por la historia de nuestro organismo. Asumamos que somos el resultado de un proceso armónico entre la constitución genética y las condiciones socioambientales que sientan las bases en las que se construye el edificio de nuestra historia personal. Un proceso que, ante el más mínimo accidente y con la combinación exacta y desafortunada de ciertas secuencias de factores, puede cambiarnos la vida para siempre. Entendamos cada proceso que nos constituye, desde cómo reacciona nuestro sistema digestivo ante determinados alimentos, cómo nuestra piel responde a ciertos climas, hasta cómo nuestro sueño se comporta en ciertas jornadas laborales. Dado que estas reacciones son factores con mucha influencia en las decisiones que tomamos en la vida diaria, y en cómo eso afecta nuestra autopercepción y, en última instancia, la manera en que nos relacionamos con el prójimo.


Todo esto podría responder preguntas como: ¿Por qué mi jefe es tan estricto y carente de empatía? ¿Por qué mis padres no me dieron la atención que necesitaba? ¿Por qué mis amigos no están ahí cuando los necesito? ¿Por qué mi pareja no me entiende? Todas estas preguntas se podrían responder de una manera simplista si las indagamos desde la perspectiva aquí expuesta. Todos somos el producto de nuestra trayectoria a lo largo del tiempo y el espacio, y de cómo nuestro organismo se ha adaptado. Pero ¿qué pasa si invertimos la dirección de las preguntas? ¿Qué busco yo con entender por qué los otros reaccionan de cierta manera? ¿Acaso busco cambiarlos a mi conveniencia? ¿Por qué son ellos los que deben cambiar para que mi homeostasis no se vea alterada?


Estas situaciones se extrapolan, inclusive, a nivel político. ¿Por qué la gente pobre vota a la derecha? ¿Por qué las minorías apoyan a los personajes que claramente las discriminan? ¿Por qué la gente no se acostumbra a leer más? ¿Por qué hay más pasión por el fútbol que por cambios en el sistema de educación pública? ¿Por qué hay gente que todavía cree en el socialismo? ¿ Y por qué otros defienden al capitalismo? Así podríamos seguir hasta cansarnos. El otro está ahí como un misterio, una posibilidad de ser, nosotros también. Quedarnos frustrados tratando de cambiar las cosas a nuestro gusto nos impide ver el mundo modelado en nuevas formas, nos priva del asombro que caracteriza a los infantes, de descubrirnos en otros contextos.


Cualquiera que sea la respuesta al porqué la gente reacciona como quiere y no como nosotros quisiéramos, nos aclarará el panorama sobre dónde realmente estamos parados y nos ayudará a decidir mejor cuál es el siguiente paso. Si nos enfocamos en cambiar al otro, debemos tener claro que eso requiere muchos cambios en nosotros, y algunos de esos cambios requerirán grandes sacrificios. Que mi amiga decida intentar cambiar a ese hombre que a ratos la trata bien y a ratos mal, requerirá muchos sacrificios de su parte. Y aunque ella entendiera muy bien por qué él reacciona de esa manera, no será un camino fácil, así como tampoco lo sería intentar convencer a los pobres de no votar a la derecha o a ciertas personas de no creer en el socialismo. A veces, estos sacrificios comprometen la vida misma. Esta fascinación por integrar al otro en nuestros planes, por hacernos responsables de su existencia, tarde o temprano pasa factura. Y, si aceptamos que la consciencia de uno mismo siempre llega tarde, que muchas de nuestras decisiones son inconscientes, que premeditamos el mundo gracias a nuestra historia personal, quiere decir que, una vez que nos encontramos en una situación en la que hemos perdido nuestra homeostasis y que nos toca ver al pasado para discernir cómo hemos llegado hasta allí, solo nos queda aceptar la imposibilidad de cambiar al otro sin cambiar nosotros mismos, y la responsabilidad que tenemos en cada acto. La relación con el otro es nuestra cruz, y hay que saber llevarla con paciencia hasta el calvario. La relación, no el otro. Pues el otro es como esas mujeres que lloraban por Jesús, o como aquellos que le gritaban que se salvara a sí mismo, están presentes para que nos distraigamos del camino, para no estar pendientes de tropezar con cada piedra, para ignorar cada nube, cada viento. El otro también va como nosotros, cargando su propia cruz.


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