Feliz cumpleaños, hermano.
Las grandes obras casi siempre nacen de una falta de sincronicidad con el tiempo, deshoras. Pensémoslo así: si todo sucediera en sincronía con nuestro estado anímico, jamás quedaría lugar para la nostalgia, ni el dolor, ni la esperanza, ni los sueños. Es la grieta que se abre en los destiempos lo que engendra expresión, lo que busca expresión. Me gusta pensar que aquello que nos diferencia con el resto de los animales no es el lenguaje en sí, sino la posibilidad de expresar, la necesidad de expresar mediante lo que tengamos a mano. Hay un escritor argentino, Bioy Casares, que escribió una novela en la que un hombre busca algo parecido a la inmortalidad. Escapar del tiempo. ¿Es posible? Miramos una foto de cuando éramos chicos y vemos cómo la infancia nos fue dejando, cómo el tiempo fue tironeando de nosotros mientras la foto se quedaba ahí, rígida y lejana. Nos quejamos de la fugacidad del tiempo, sospecho, porque no comprendemos que es su propia fugacidad la que cincela el tamaño de su valor. ¿Para qué sirven los recuerdos?
Hay una foto en la que se lo ve a mi hermano sentado en el inodoro, los pantalones enrollados en los tobillos, los pies colgando a kilómetros del suelo, un diario como adorno entre las manos, y debajo dice que me estaba esperando. Esperando a alguien que no conocía. Él quería un hermano, y me quería incluso antes de saber quien era. Me dijeron que cuando nací no fue como esos nenes celosos de atención que se quedan gritando y haciendo berrinches para que los miren. Me dijeron que también estaba ahí, callado, mirando como los demás, como un adulto de dos años y medio.
¿De qué sirve arrancar una fruta antes de tiempo? No se busca una manzana sino un sabor.
Decir “el tiempo”, así, como si fuera algo que se pudiera agarrar, manipular, es, por lo menos, negligente. Peligroso. Corremos el riesgo de confundir la forma real de la experiencia con ese ritmo sin música en que se empeñan los relojes.
En casa había una canilla que goteaba. El sonido me llamaba la atención y a veces me la quedaba mirando. Se le asomaba una panza en la punta del metal. Lenta, se hinchaba, se demoraba, se estiraba, cerraba los ojos y se soltaba en un salto de fe. Era un goteo imperceptible casi, pero si se dejara correr la canilla el tiempo suficiente podría llenar un vaso, un balde, el cauce de un río, la cuenca de un océano. Si filmamos la caída y aceleramos el video creeríamos que el goteo es más rápido. Pero algo cambia, y es la caída de la gota. Si se acelera el video, la gota cae más rápido, como si la velocidad del video pudiera modificar la aceleración de la gravedad. Y la gota es la misma, así la veamos a los dos años o a los setenta. Alguna será la última que veas. A los cinco años se buscará cerrar la canilla o abrirla para llenar una bombucha, a los quince se la abre para lavarse la cara, o para las primeras afeitadas; después, quien sabe. Un día, de tanto mirarla, me pregunté si la forma de pera era inmanente a la gota. Si no hubiera gravedad, una gota de agua tendría la forma de una esfera. La gota se alarga porque la tierra tira de ella. Pero en el aire, después de soltar la canilla, se vuelve esférica, ingrávida. Y el tiempo sabe estirarse como una gota de agua. Y algunas veces buscamos el mar sin antes atrevernos a mirar el goteo de una canilla.
¿Qué nos une a los demás, siendo todos tan distintos? Cuando escribo, por ejemplo, aspiro al fondo de mí mismo, donde se pierden las circunstancias. Donde las circunstancias se vuelven herramientas, para ser más precisos, no materiales. Al lugar donde se mezclan las cosas, donde se esfuman los límites. Y aspiro a que quien lea se encuentre ahí, como barro en el barro. Por otra parte, pienso que nunca voy a ser tan buen futbolista como mi hermano, y, sin embargo, puedo disfrutarlo, ¿por qué podemos disfrutar algo a lo que no podemos llegar mediante nuestra propia experiencia? Quizá porque reconocemos en la belleza de la expresión su fuente, a la que sí tenemos acceso. Keats lo llevó a la perfección: “La belleza es verdad y la verdad es belleza: eso es todo lo que necesitas saber en la Tierra”. Mi hermano no se esfuerza por jugar así, es su forma de expresión, sin artificios, sin nada que sobre y nada que falte. Uno solo puede y debe aspirar a su máxima expresión. Y nunca se está seguro, es una cuestión de fe. ¿Por qué un gran deportista no toma el camino A o B, sino otro que nadie había logrado concebir aún? ¿Por qué un pintor elige un color y no otro, esta idea y no aquella? La creatividad fulmina la costumbre, la anula. Es eso: en el fondo, allí donde las personas podrían hallarse, no existen los clichés, la rigidez de la costumbre. Los que logran algo, en cualquier área que sea, son los que menos saben de clichés, saben que el mundo se inventa a cada instante, que si uno presta mucha atención cualquier comparación se vuelve absurda, y que entre los caminos A y B, existen otros, infinitos, pero solo uno aguardando para ellos.
Creo que mi hermano tenía diez años cuando empezó a quedarse temblando, ovillado al borde de la cama sin poder dormir. O bien se despertaba gritando. Y cuando le preguntaban qué le pasaba, él decía que le daba miedo la vida eterna. Preguntaba, ¿en serio tenemos que vivir para siempre? Sufría una especie de claustrofobia del tiempo, el miedo a quedar atrapado para siempre en el interior de un círculo. Yo tenía siete años y no lo comprendía, o lo comprendía como alguien que comprende el funcionamiento de un ventilador cuando le intentan explicar la electricidad. Había algo subyacente, un subsuelo inalcanzable en el que mi hermano sufría y gritaba, y a mi apenas me llegaban los ecos de esos gritos, que confundía con el goteo de una canilla al fondo de un pasillo. Lo comprendí más tarde, pero sin sentir su angustia, es decir que no lo comprendí del todo. Recuerdo, sí, que me entristecía verlo así. Es cuando uno recuerda ese tipo de cosas que empieza a cuestionar la naturaleza del tiempo, ¿vivimos al mismo tiempo que los demás? ¿Se puede vivir al mismo tiempo que otro ser humano? Quizá, si yo lo hubiera comprendido cinco años después, ahí recién hubiera sido contemporáneo a su angustia. No sé. Pero lo relacionaba con cierto biógrafo que hablaba de las vidas de Tolstoi y de Dostoievski: el primero pasaba sus días segando campos, en eterna lucha por la fe, como un péndulo sin cadencia, siempre evitando los excesos y planificando sus novelas monumentales; el otro, frecuentando tabernas, apostando lo que no tenía, sufriendo ataques de epilepsia, asediado por la enfermedad y las deudas, y planificando los destinos enfermos de un manojo de parias. Pero ambos, Tolstoi y Dostoievski, arrojados al frío decimonónico y zarista de Rusia. Cualquier historiador diría que eran contemporáneos, sí, y compatriotas, pero la historia es más una convención didáctica que la memoria de una especie. ¿Habitaban los rusos el mismo mundo? ¿No había más distancia entre ellos, que entre Jesús y Juana de Arco? La distancia nunca fue un problema de espacio, sino de comprensión. La fatalidad ocurre cuando dos mundos conviven sin llegarse jamás.
Recuerdo una impresión, una tarde, viajando en el colectivo: un tipo iba caminando, hablando por celular. Una sombra larga arrastraba su pantomima. La vidriera de un local de accesorios lo reflejaba con negligencia. La voz que él usaba ahí, se repetía en algún punto del mundo. ¿Cuál era él: ese pedazo de materia orgánica que caminaba, la sombra crepuscular, el displicente reflejo, la voz que yo no escuché? ¿Era, acaso, la impresión fugitiva que me causó en el colectivo?
¿Quién es, entonces, mi hermano? Pienso en todas las cosas que se me aparecen en la mente, como superpuestas, aunque sin espacio que modere: la foto con el diario, la gota de la canilla, el problema de la eternidad, el sonambulismo, los soldaditos de plástico, la pelota en cualquier potrero, los treinta kilómetros de incertidumbre, las peleas a muerte alrededor de la mesa, las comidas esquineras, las largas charlas sobre el sueño y el insomnio, la vida y la muerte, el amor y sus demonios, los desencuentros y el qué va a ser. Esas cosas que en la academia llaman metafísica. Y pienso en cómo un solo cuerpo de unos cuantos kilos puede arrastrar una historia tan larga, cualquier cuerpo, quiero decir. Y agradezco a la memoria, su prodigio de imágenes, ecos y olvido.
¿Por qué volvemos a ver una película? ¿A escuchar cierta canción? ¿A leer un libro? ¿O a recordar una tarde? La ciencia indica que si se estandarizan ciertas variables, un resultado se puede repetir. Lo llaman reproducibilidad, y suele funcionar muy bien. Pero eso funciona en condiciones controladas. Se puede controlar un vaso de agua, por ejemplo, su temperatura, su pH, su saturación. Pero a veces, en la vida, no nos encontramos con un vaso de agua sino con un tsunami. Uno está tomando sol a la orilla de una playa y lo alcanza una sombra, una masa monstruosa de agua que anticipa la noche. Y uno se levanta y se saca los anteojos para confirmarlo, como si se quitara un delirio. Y no queda más que esperar. Barro y silencio. No hay condiciones capaces de devolver un instante del pasado, de revivir un muerto mal llorado, de evitar cierta esquina, cierto día… Recordamos hasta reconciliarnos con el tiempo. Hasta agradecer los recuerdos e invertir el reloj, cuya arena se parecía a una duna inmóvil, aterida en el recuerdo. Nos debemos esa esperanza.
Quizá hay algo esencial en la gente, algo que escapa incluso a la corriente del tiempo, a cualquier mutilación del cuerpo, al olvido, algo que se queda flotando en el barco de Teseo mientras el resto perece y regenera, veintiún gramos de alma, no lo sé. No siempre se encuentra una mirada humana en la modernidad. Algo reconocemos. ¿Qué es? Creo que la naturaleza de algunas personas en general, y de mi hermano en particular, es algo así: si hay un corazón que late dentro tuyo, él te va a tratar como a un igual.
Muchas veces hablé con un amigo acerca de lo angustiante que sería no encontrar aquello para lo que uno fue hecho. No encontrar el acorde que justifique buena parte de una melodía. O ver nuestro destino como se miraría un objeto tras una vidriera, las manos y la nariz contra el vidrio, vapor condensando en el cristal, los ojos abiertos y tristes, y algo que alguna vez pudimos pagar pero ya no. ¿Hay algún modo de saber esas cosas?
Desde que llegamos al mundo somos algo así como la testa de una semilla, el tegumento, no lo de adentro todavía. Hay algo dentro, sí, pero no lo sabemos aún. Y la luz solo llega desde afuera, y los ruidos, y los bocinazos, y la voz mezclada de la gente, y su carcajada general, y las luces de neón, y la exigencia expeditiva. Y se corre el riesgo de pasar la vida prendiendo linternas a plena luz del día, de buscar siempre la chispa debajo del agua. ¿Cuántas veces fuimos carne de cañón sin darnos cuenta? Sabemos que si uno se queda mucho tiempo fuera corre el peligro de ignorar para siempre lo que hay latente dentro. “Hay cosas que solo da la soledad” me dijo un Mago una vez, una especie de poeta sin libros, y tenía razón. La intuición de lo real, para llegar a concretarse, primero busca el retiro, la oscuridad, hundirse en la tierra. Hay semillas que pueden llegar a brotar después de tres mil años, cuando las condiciones le son propicias, pero nosotros no disponemos de esa holgura. Hace falta una decisión, y sostenerla. Yo te vi retirarte, dudar del tegumento, buscar la tierra. Te fui leyendo desde el umbral, no en las palabras sino en los silencios. Te vi crecer hacia abajo, que es la única manera honesta de crecer. Después un brote tímido justificó la espera. Y hoy te veo como un árbol que ningún temporal puede arrancar. No vengo a decirte nada nuevo, solo a recordarte lo que a veces olvidás cuando te aturde el ruido instituido o te encandila el sol del mediodía: que no busques en el bosque lo que te sobra bajo tierra.
Comments