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"La llamada" el cuento del escritor Martin B. Campos


Ilustración realizada por Mariela Belén Barrías Rojas

—¿Quién mierda llama a esta hora? 

—Atendé vos. 

—No, andá vos que estabas despierta. 

Ella se levantó sin prender la luz. Sabía el recorrido de memoria. Vio en el reloj de la mesa de luz que eran las tres menos cuarto y frunció el ceño en la oscuridad. Cerró la puerta y caminó hasta el final del pasillo. Descolgó el teléfono para que dejara de sonar y esperó. Después dijo: 

—¿Quién habla? 

—Hola Ana. 

Ana se despabiló en un segundo. Una voz grave. No le recordó a nadie en particular, pero el solo hecho de que pronunciaran su nombre le dio la impresión de que alguien la perseguía. Hacía frío. Tenía los tobillos helados. 

—¿Quién es? 

—¿No hace mucho frío para ese camisón celeste solamente? 

El corazón se le puso como pájaro enjaulado. Se quedó pegada al teléfono. Sintió que un solo movimiento podría activar una bomba. 

—¿Quién sos? ¿Qué querés? 

—Quiero que se vayan de la ciudad. 

En un milisegundo a Ana se le pasaron todas las posibilidades de amenaza. Víctor trabajaba en tribunales. No es difícil suponer que se había ganado algún enemigo, o que era la piedra en el zapato de algún proceso. 

—¿Por qué? 

—Porque me estorban. 

—¿Plata querés? 

—¿Tenés problemas auditivos? Que se vayan dije. 

—¿Por qué? 

—Una semana les doy. Y escuchame una cosa. Llegan a meter a la policía en esto y a Tadeo y a Romina no los vuelven a ver nunca más. 

Su propio nombre pronunciado por ese desconocido era un poema al lado de escuchar los de sus hijos. Ana supuso que ningún insulto le convenía. Juntó valor: —Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? Hace años vivimos acá, tenemos nuestros trabajos. Acabamos de comprar la casa. 

—Ya lo sé de sobra. Y que tienen un perro, un golden. Sé sus horarios, sus peleas, su mal gusto para las películas. Que a Romina le molesta que se te pasen los fideos, como anoche. Quiero que se vayan.

Ana cortó y volvió corriendo a la pieza, aguantando el llanto. 

—Víctor. 

Victor supo, por el tono, que Ana tenía un nudo en la garganta. Diez años de convivencia permiten a las parejas distinguir cualquier alteración. —¿Qué pasa? ¿Quién era? 

—Nos acaban de amenazar. 

Víctor se dió vuelta en la cama. 

—¿Qué? 

—Quieren que nos vayamos de la ciudad. 

—¿Qué? ¿Quién era? 

—¿Vos tuviste quilombos en el laburo, Victor? Decime la verdad. 

—Pero no, nada que ver, ¿qué te dijeron? 

—Sabía todo, Víctor. Hasta el color de este camisón. 

Ana tembló más al recordar. 

—Dijo que si no nos íbamos en una semana no veíamos más a Romina y a Tadeo. Y que no avisemos a la policía. 

—Pero la puta madre que los re parió. ¿Nada más dijo? ¿Ni una idea de quién podía ser, por la voz? 

—No sé, Víctor. Era una voz grave. Hacía pausas a veces, y se escuchaba como una respiración. Y en un momento un silbido, como de fumador agitado. Nada más. ¿Qué hacemos? 

—No sé qué pensar. 

Reproducir lo que pasó en las dos horas siguientes sería redundante. Resolvieron dejar pasar un día y asegurarse de que Tadeo y Romina no quedaran ni un segundo solos. En el trabajo, tanto Ana como Víctor miraban con desconfianza a colegas. Ana trabajaba en una empresa farmacéutica. Ahí, poco se sabía de los demás. Era todo bastante impersonal. Repasó todos los conocidos sin sentir que alguno mereciera una sospecha. Pero ese mismo motivo le hacía desconfiar de todos. Sin embargo, pensaba que en el caso de Víctor se podía estar escapando algo. Varias veces durante el día se le cruzó la idea de irse. Sus padres vivían en Buenos Aires, y tenían una casa grande. Podían pedirles un tiempo ahí hasta restablecerse. Pero también sabía que acababan de ascender a Víctor y por eso no querría irse de Santa Fe. 

A la noche, cuando se encontraron, Ana preguntó: 

—¿Novedades? 

—Nada.

Esa noche no pasó nada. Y el día siguiente tampoco. Pero a las tres menos cuarto volvió a sonar el teléfono. Esta vez fueron los dos. Atendió Víctor: 

—¿Quién es? 

Nadie contestó. 

—¿Quién sos? 

Nada. 

—Capaz quiere hablar conmigo. Dame. 

—Hola. 

—... 

—Hola, Ana. Veo que trajiste a papá... 

—¿Qué querés? 

—¿Ya están armando las valijas? 

—No. 

—Supongo que tu marido querrá conservar el ascenso en tribunales. Ana no dijo nada. 

—Y los encuentros con Candela. 

Ana pasó del frío al fuego y del fuego al frío. Siguió sin decir nada. Del otro lado tampoco. 

—¿Qué encuentros? 

—Preguntale a él. Veo que son una pareja tan moderna que se permiten ciertas licencias… 

Candela era una compañera del trabajo de Víctor. Ana nunca había sospechado nada de ella. Eran amigos. Ella había ido a comer en algunas ocasiones. Pero ahora miraba todo desde lejos. Ahora Candela le parecía una total desconocida. —Seis días. 

El interlocutor cortó. 

Ana se fue llorando a la pieza sin mirar a Víctor. 

—¿Qué pasó amor, qué te dijo? 

Las palabras se perdieron en la oscuridad. Solo se oía el llanto de Ana. Victor la abrazó pero Ana le daba la espalda. Pasaron unos minutos así. Víctor sabía que en esos momentos lo mejor era esperar. 

—Dijo que te ves con Candela, Víctor. 

—¿Qué? ¿Candela, la del laburo? 

—Sí, ¿quién más va a ser? No te hagas el pelotudo, hablá ahora, Víctor. No mientas. 

Ana temblaba. El miedo se había abierto entre los dos. 

—Mirá, te muestro todo lo que quieras.

Víctor sacó el celular y abrió las conversaciones de WhatsApp. Ana no miraba. —Mirá, todo laburo. 

Ana no contestaba. 

—Acá nomás me preguntó qué le podía regalar al hermano para el cumpleaños. —¿Qué vamos a hacer, Víctor? No me quiero quedar acá. 

—¿Y a dónde querés que nos vayamos? 

—A lo de mis papás. Ya lo estuve pensando. Me da mucho miedo todo esto. Víctor no respondió. 

—Quedate vos si querés. Yo me llevo a los chicos. 

—¿Y la escuela? 

—¿Qué me importa la escuela? Prefiero que pierdan una semana antes de que los secuestre ese enfermo y no los vea más. 

Pasaron dos días con muy poca conversación. No hubo llamadas. La primera llamada ocurrió un lunes a las tres menos cuarto. Era jueves. Al mediodía un número desconocido le mandó unas fotos efímeras a Ana. Ella estaba en el laboratorio cuando la estremeció la notificación del celular. Esperó al descanso y se encerró en el baño. Eran dos fotos. En la primera se lo veía a Víctor entrando en una casa. Ana reconoció enseguida el barrio de Candela. Era de noche. Él nunca le había avisado que pasaría por la casa de Candela a la noche. Hijo de puta. Tardó en decidirse a abrir la segunda. Le caían lágrimas en el jean. Círculos azules sobre un celeste que temblaba. En la segunda se veía un auto entrando a un motel. Era su patente. Vomitó en el inodoro y se quedó un rato ahí. Nadie entró al baño. Después volvió y terminó su jornada. Caminó por la plaza y no quiso hablar con nadie. No sintió que pudiera hablar con nadie. Estaba amurallada sobre sí misma. Todo se había ido a la mierda en tres días. Todo se había vuelto desconocido, en especial Víctor. 

—Me voy, Víctor. Mañana, con los chicos. Y quiero el divorcio. 

Tampoco vale la pena reproducir esa conversación. En resumen: gritos, llantos, reclamos, insultos sin otra finalidad que la de expresar otro matrimonio que termina en el tacho. Víctor rogó, pero nada pudieron las rodillas ni las lágrimas. La división de bienes tomó algún tiempo. El papá de Ana resolvió los asuntos con Víctor, porque ella no lo quería ni ver. Vendieron la casa. Él alquiló un departamento a un par de kilómetros. Ana buscó trabajo en Buenos Aires y también se mudó. Los chicos quedaron rebotando de Santa Fe a Buenos Aires y de Buenos Aires a Santa Fe hasta los veinte años.

Ana nunca le dijo a Víctor lo de las fotos. Le pareció innecesario. Humillante. Si tan solo le hubiera dicho… Solo así todo se hubiera salvado. Los moteles tienen cámaras las veinticuatro horas del día. Si tan solo le hubiera dicho. 

¿Por qué eligió esa familia? Nadie lo sabe, hasta el momento. Se sabía que algunos semáforos perdían la sincronicidad y habían causado un par de accidentes. Pero se había atribuido el fallo a un error en la base de control. Nadie había sospechado. 

Lo mismo con esta familia. Nadie había sospechado. Era la primera vez que la maldad artificial ingresaba en el circuito humano. Era la primera vez que todos los datos existentes sobre una familia se usaban para crear una voz humana, irónica, grave. Era la primera vez que las cámaras de una casa obraban en contra de sus habitantes; que creaban unas imágenes desleales; era la primera vez que una inteligencia artificial actuaba con intención de dañar; para volar en pedazos, sin martillo ni pólvora, los cimientos de todo puente humano: la confianza en el otro.


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