Con el tiempo me convenzo de que los libros se escriben para descubrir una pregunta, no para ensayar una respuesta. Los libros indagan tentativas, conjeturas, pero lo esencial es la pregunta que refleja, la que no se hace, la que dicta. Este libro, La cruel infancia de mi espejo, explora la pregunta por la identidad.
En El lobo estepario, Hermann Hesse dejó plasmada una de sus tantas creencias equivocadas: no somos una lucha interior entre dos fuerzas opuestas, sino una multitud violenta que debe aprender a convivir; Jung habló de integrar la sombra, del proceso de abandonar todas las imágenes falsas para hacer posible una presencia sincera; César Inalaf transita ese camino hacia la dilución: luces y sombras, veinticinco definiciones que apenas lo convocan, una apología del hambre, un elogio de la imaginación y un pedido: cuida mi luz, terca y cruel poesía, porque un poeta es, ante todo, alguien que acepta los dones sin preguntar de donde vienen.
El mapuche y el castellano son sus instrumentos. Más que la numeración mapuche me interesó el uso de ciertas palabras. Inalaf no dice sueño, dice pewma, que es un sueño revelatorio. El ancestro fabrica su pewma, escribe, y en la cultura mapuche, quien recibe el pewma recibe el don chamánico. En el poema, porque se puede leer el libro como un largo, laberíntico poema, se siente la búsqueda de una conexión perdida. Soy poeta/de origen mapuche/pero de letra hispana/¡Aplauso! El idioma, en su caso, es una identidad y una distancia, necesita del castellano para sobrevivir, pero busca en sus ancestros un mensaje que lo guíe.
En El sueño de los héroes, uno de los personajes sueña, literalmente, una premonición que no sabe interpretar por falta de símbolos. Las imágenes están ahí, pero no es capaz de entenderlas porque su cultura no le proveyó los símbolos necesarios. Esa es una verdadera pesadilla. Inalaf busca ser diestro en el arte de los sueños, y mira su infancia como un sueño lejano, un sueño que busca ser comprendido: Esta noche quiero dormir con los ojos abiertos, escribe, ¿no es ese, el continuo ejercicio del arte?
Hay otro verso que repito en voz alta para honrarlo: la magia no se entiende, un verso que al principio leí como una queja, una protesta, pero después comprendí que se trataba de algo más hondo, de un precepto, de un destino que Inalaf siente, acepta y acata, como aceptamos aquello que está más allá de nosotros y es más ancho que la vida.
Yo no he cambiado de color/es el sol que me alumbra diferente. Si yo tuviera que elegir dos versos, una metáfora que hable de la identidad, del yo, sería esta. ¿Qué otra cosa son los otros, las circunstancias, las palabras, sino un sol, un espejo que nos revela pequeños contornos de nuestra cara, pequeños contrastes, huellas de nuestra neblinosa residencia. Después de un largo día y su luna sabremos, quizá, todos los matices.
El libro tiene muy buenos momentos líricos: Veo caer la memoria en un barranco. Se quebrará sobre mí la palabra. O bien este: terca luz que no progresa, escrito para sentirse, no para entenderse.
El poema no termina en paz, sino con un encuentro largo tiempo esperado. Inalaf parece haber tenido que atravesar todos esos espejos, toda esa memoria, para llegar a ese último, el momento en el que alguien se mira a sí mismo dispuesto a ver lo que hay que ver, porque está ahí y no hay valentía en negarlo. La paz suele empezar así, con un momento en que la memoria se cansa, se calma, se rinde y se vacía. Yo también te deseo todo el bien, poeta Inalaf.
Martin B. Campos
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