Existe cierta tendencia a calificar y olvidar. Siempre es conveniente y menos trabajoso para el cerebro etiquetar y archivar. Es lícito decir que una pared es amarilla pero, ¿podemos afirmar que una persona es inteligente o estúpida, por ejemplo? El propósito de esta nota es analizar el efecto de dos aseveraciones hechas por dos escritores, y sus efectos sobre la psicología de los lectores.
James Boswell, el biógrafo de Johnson, afirmó en una ocasión que él mismo era un poco tonto. Más tarde, la gente que habló de Boswell no dudó en calificarlo de tonto, hombre de pocas luces, paseador de neuronas. Lo cierto es que después de leer la biografía de Johnson, me pareció admirable el criterio de selección y redacción de Boswell. Quizá sus métodos eran poco convencionales, o sus intervenciones un poco impertinentes, pero todas tenían un fin específico: la redacción de una biografía interesante.
Por otra parte, Sherwood Anderson. Leí que en cierta ocasión el escritor dijo que sus cuentos no eran obras maestras, pero tenían un lugar discreto entre la gran literatura sin molestar a los gigantes. Yo acababa de leer muchos de sus cuentos y su creencia me trajo cierta desilusión. Casi me di por vencido y la creí. Pero enseguida juzgué sus cuentos por mis propios medios. Es cierto que en Washington Ohio todas las historias parten de la misma premisa, una idea interior que hace descarrilar a los personajes. Quizá la genialidad de esa compilación que se parece a una novela no sea los cuentos en sí como el entramado que se forma al final de la lectura. Nos deja una sensación extraña, como de quien escucha cosas que no debía escuchar, o de convivir con alguien terminal y tener que decirle que salimos un rato a tomar cerveza con los amigos. Es un gran libro en el que el todo es más que la suma de sus partes. Pero también está ese otro cuento, antes me saco el sombrero: Muerte en el bosque. Ese cuento se ganó un lugar espontáneo en mi antología mental. La fatalidad está narrada con maestría en ese cuento, un destino triste, inevitable, inconsciente.
Creo que no existe un cuentista capaz de inscribir todas sus obras entre las inmortales, siempre queda alguna que otra pidiendo una transfusión de sangre. Hay altibajos. Obras maestras, obras entretenidas, obras buenas y muchas que no soportan una segunda lectura, quizá apenas nos queda la ceniza de una idea. Un gran cuento es suficiente para justificar a un escritor. Evidencia de capacidad. Si posteriormente el rendimiento disminuye, lo atribuyo más a circunstancias externas o internas que a otra cosa. La genialidad no es un accidente, pero se deben reunir condiciones.
Lo que me interesa es el efecto de las aseveraciones. Me pregunto por qué siento que los artífices no deben hablar de sí mismos. Creo que está de más. Pero, ¿por qué? En una frase cuya fuente no tuve la decencia de buscar, Séneca expresa que no se debe hablar bien de uno mismo, porque no nos creerán; ni mal, porque nos creerán. ¿Quién nos va a conocer más que nosotros mismos? Solo alguien atento, alguien con su propio criterio. Pero no la mayoría de la gente. Después de todo, si le facilitamos el trabajo a los demás dando nuestros propios calificativos, ¿por qué se esforzarían en desmentirnos?
Pienso que es imposible juzgar las ruedas de un auto si uno siempre está adentro, manejando. Decir que las ruedas son feas, o están desgastadas, sin saber que las ruedas son nuevas, hará que quien nos escuche ni siquiera se detenga a mirarlas. Nos creerán porque, ¿Quién puede conocer el auto mejor que nosotros?
La realidad es que somos crédulos respecto de aquello en lo que no somos especialistas. Basta pensar en Van Gogh, que le regaló un pedazo de oreja a la mujer que amaba. Lo increíble es que él esperaba que le correspondiera. Van Gogh fue un genio con el pincel pero, ¿Dónde encontraría tiempo para aprender a seducir?
Ahora, cuando la gente habla bien de sí misma, genera desconfianza. Tampoco sé muy bien por qué sucede esto, pero lo he notado. Me parece peligrosa una persona que se califica de inteligente, porque siento que suspende el juicio sobre sus decisiones. Pierde atención. Para ser sincero, ni siquiera sé a qué llaman inteligencia. Reducir el dictamen al criterio de razonamiento me parece inadecuado. Reducirlo a méritos académicos, triste.
Hay un fragmento de El fogonero, de Kafka, que expresa lo que siento con la mayor simplicidad o fidelidad. Cuando Karl, el protagonista, se entera de que el fogonero abandona su puesto, le dice que él podría reemplazarlo, y el otro le responde: “Usted seguramente no piensa en serio hacerse fogonero, pero es precisamente así como se llega a serlo con mayor facilidad.” Karl no se acercó lo suficiente al oficio como para juzgar si le convenía o no, no escuchó el rechinar de los engranajes, ni vio las aberturas oxidadas, apenas juzgó una apariencia. No imaginó. Supongo que eso hicieron Boswell y Anderson, facilitar una apariencia. Y entre lo ambiguo y lo aparente, el reloj siempre elige lo segundo y corre.
Qué bueno leerte Martin. Ahora también tengo la misma duda que tú ¿Por qué cuando una persona habla bien de sí misma, eso genera desconfianza? Desde el punto de vista personal, he pensado que los servidores, por ejemplo, deberían concentrarse en servir únicamente porque es fácil perderse entre estímulos externos, y en observaciones públicas sobre sí mismos. Tampoco le he dado muchas vueltas al asunto como para que esto que digo sea un comentario a tomar en serio... Aunque creo que importa el tono, y si se habla sobre un trabajo que marcó un precedente, o que el público ha establecido que fue positivo. He escuchado a grandes artistas hablar sobre su trabajo de la manera más profesional, exquisita y…