Pareciera razonable que la única biografía que haría justicia a una persona fuera aquella escrita por sí misma. Suponer esto sería como asegurar que la mejor casa en que una persona pudiera vivir sería aquella construida por sí misma, o que el mejor retrato que puede hacerse es el que una persona haría de sí misma. ¿Para qué los arquitectos? ¿Para qué los pintores? Pensemos, sencillamente, en una persona analfabeta, ¿cómo sería su autobiografía? Incluso si una persona está alfabetizada, es posible que no encuentre las imágenes precisas que expresen lo que le provocaron los momentos más relevantes de su vida. Las emociones jamás mienten; los pensamientos, a veces, sí. De manera que podríamos preguntarnos de qué forma se manifiestan las emociones en la vida de una persona. Pensemos, por otra parte, en esta no tan fácil pregunta, ¿podrías decirme tres cualidades tuyas? Muchos se quedarían pensando unos instantes antes de arriesgar algunos adjetivos modestos, prudentes. Sin embargo, si se nos consulta por cualidades ajenas, responderemos con celeridad. Y ni hablar si se nos preguntara por nuestros defectos, que se nos aparecen tan claros y precisos como un teorema. Aunque siempre depende de la persona. Hay algunos que dicen “yo soy una buena persona, una gran persona”, y a esos es a los que más hay que seguirles el paso, ¿cómo puede uno estar seguro siquiera de que es una buena o una mala persona? Las virtudes suelen ser calladas y trabajadoras, mientras que la hipocresía siempre anda haciendo ruido. Hay personas que conocen tanto o mejor a otras personas que a sí mismas. Otra pregunta, ¿qué hechos son relevantes en la vida de una persona? La respuesta es, necesariamente, otra pregunta: ¿de qué persona? Podría pensarse que cierto personaje escribiera la biografía de un hombre nombrando todas las maneras en que este rompía el cascarón del huevo en la mañana para prepararse el desayuno. Organiza una clasificación de diez categorías y relaciona cada categoría con los estados de ánimo del desayunante. Lo rompe con la sartén, con el borde de un zócalo, con el talón, con los dientes, con la cabeza de su hijo, con la tapa del inodoro, entre otros. El problema sería si ese hombre, el biografiado, no fuera repostero, sino, supongamos, Tólstoi. No sería muy adecuado…
Este ensayo no pretende ser una Biblia de la biografía, ni mucho menos. Intenta, (tiene al menos la intención) de ser la respuesta a una pregunta. Ni siquiera eso, de ser la indagación de la pregunta: ¿qué valoraba la persona biografiada? Solo disolviéndose en la mirada ajena un artista puede lograr que otro vea a través de sus ojos lo que este vio en su objeto de estudio. Objeto de estudio, eso diría un académico. Por mi parte, pienso que un hombre no es un objeto, ni se estudia. Un hombre se admira, no creo que tenga sentido aventurarse a escribir una biografía sobre alguien si uno no es capaz de admirarlo. El estudio puede llegar más tarde, es necesario, pero el primer acercamiento nunca debe estar mediado por el ego. El ego distorsiona la realidad. Y es la realidad limpia lo que queremos encontrar.
Soy de los que creen que una biografía debe enfatizar virtudes sin olvidar desaciertos. Para empezar uno debe ver algo, y para ver algo debe creer en algo. De lo contrario no tiene sentido emprender el viaje. ¿Por qué escribiríamos sobre alguien en quien no encontramos al menos una virtud que merezca ser contada?
Para ilustrar este ejemplo, voy a examinar a un peculiar escritor. Un señor que imagino usando un pulcro traje incluso para irse a dormir, y admirando previamente su inmensa biblioteca, envaneciéndose por todos los libros que ha leído. Un señor cuyo nombre omitiré para acelerar su olvido, y, también, porque ya lo he olvidado.
El biografiado es Rainer Maria Rilke. La biografía empieza bien, sujeta a parámetros clásicos: información de circunstancias, fechas, algunos pormenores y anécdotas de la infancia, sus primeras conflagraciones, los primeros tormentos de su identidad. Pero, a medida que avanzan las páginas, se empiezan a vislumbrar palabras como “ponzoñoso”, “parásito”, “oportunista”, y demás confesiones de admiración.
Incluso apela a la identificación y compasión del lector con la expresión “no nos ensañemos con nuestro artista”, ¿por qué nos incluye? Yo no me estaba ensañando, ¿qué es esa infidencia unilateral buscando complicidad? Esa vil argucia, incluir al lector en un juicio que nunca ha hecho, habla de una retórica malintencionada.
La biografía abunda, además, en sarcasmos amarillos como ojos con ictericia. También hace falta narrar la distribución de los juicios. El narrador no se limita a mostrar un rencor íntegro y puro, digno al menos por confesarse completo, desparramando el ácido desde la primera palabra, sino que prefiere escribir dos primeras páginas imparciales, aparentemente limpias de apreciaciones morales o arbitrarias. En las páginas que se avienen, arriesga algunos sarcasmos tímidos (la puerta de la represa empieza a ceder). Enseguida desenfunda por la espalda epítetos y sustantivos de la más traicionera naturaleza. Finalmente, utiliza la famosa astucia de contar a medias la verdad. Dice de Rilke, en enhiesta bandera de leche cortada, que, aunque él siempre dijo que no se podía traducir la poesía, tradujo muchos volúmenes. Lo que no dice, es que Rilke no traducía, recreaba. Traducir de manera literal un texto, palabra por palabra, sin atender al conjunto, es como tirar todos los ingredientes en una fuente, meterla al horno, y esperar sacar una torta hecha y derecha, ¿donde está el mezclado y el amasado? Buscar el significado de un conjunto: primero del poema, después de un verso en base al poema, y después el de una palabra en base a ese verso en base al poema, para, luego, traducir o desmentir un sentimiento, un significado, un anhelo, es trabajo de artista y no de traductor. Finaliza, no realzando las virtudes de su obra, sino ensayando una solemne exhortación a su olvido.
Lo que más curiosidad me genera es que un hombre gaste tanta energía y tinta para realizar un trabajo sobre alguien que no le agrada. La duda admite varias hipótesis: 1. El biógrafo necesitaba dinero y se rebajó a traducir las Elegías de Duino, con la perspicacia deliberada de malgastar más tinta en sus prescindibles páginas que en las traducciones de los poemas. 2. Esta, de índole más humano, es cierto congénito esnobismo, consistente en la arbitraria creencia de que destrozar a un artista canónico nos pone por encima de él, de que nos inviste de cierta superioridad intelectual, aunque lo único que deje a la vista sea la falta de prudencia. 3. Quizá este biógrafo encuentre a Rilke de la forma en que lo plasma, si bien esta posibilidad es triste, al menos esconde una creencia verdadera.
Para que el lector no se tiente a pensar que aún carezco de argumentos, también me gustaría nombrar este otro: el biógrafo dice: “Rilke, espíritu siempre propenso a la ojeriza sin causa…”, aducir que la ojeriza, que la antipatía del poeta no tiene causa alguna simplemente porque esta no se conoce, no quiere decir que la causa no exista. Además, ¿qué cosa en este mundo no tiene causa alguna? Al menos el biógrafo debería tener la delicadeza de amontonarle el adjetivo aparente o justa, “sin causa aparente”, “sin causa justa”. Con estos adjetivos haría alusión a una posibilidad de causa, que el lector atento podría vislumbrar o conjeturar. Pero él no admite siquiera esa mezquina limosna. Además, no perdamos de vista lo siguiente: se pierde una oportunidad. Cerrarse a una posibilidad por ceñirse a sus prejuicios le impide ver las cosas de otra manera. El biógrafo podría haber optado por otras vías, vías que estimulen la imaginación o la empatía del lector, preguntas como: ¿quién sabe qué pesares le impedían mirar con buenos ojos a sus amigos? O bien retratar algún hecho minúsculo y posible, como: incluso cuando estaba solo conservaba el gesto, el ceño fruncido y la boca cosida mirando las tablas de una mesa, como si la mesa y el mundo también fueran culpables del silencio que lo torturaba. No olvidemos que escribir es crear, aunque se trate de una biografía. Podemos pensar, por poner un caso emblemático, en el Poema conjetural, de Borges. Sabemos que él no estuvo ahí, que él no vio con sus ojos, ni oyó con sus oídos, pero sabemos que sintió y que imaginó, y esto también es real, y acaso más profundo, y así de real nos llega. También sabemos de Coleridge, que retrató el mar como pocos lo habían hecho antes sin siquiera haberlo conocido.
Podemos perdonar a un escritor errores estructurales, argumentales, gramaticales, pero no arbitrariedades. Aún en la literatura fantástica existe una estructura que justifica, propicia y exige el hecho fantástico. Descabezar un juicio, sin, al menos, rebajarse a argumentar, es trabajar con tiranía, abusar de una condición de poder.
Habiendo plasmado estas observaciones, quisiera hablar de Irene Nemirovsky, una talentosa escritora y autora de una biografía de Chéjov que derrocha atmósfera rusa. Entre sus virtudes encuentro la capacidad de recrear la infancia, la soledad y la incomprensión de Chéjov, sin omitir los paisajes de Rusia, el contexto familiar y los derroteros literarios; la capacidad para mostrar hechos de manera potente, sin asestar juicios morales, solo aciertos estéticos. En las páginas de la infancia se puede sentir el frío ruso y el barro helado, la enfermedad al acecho y el miedo al padre. También pueden sentirse, más
adelante, el amor por la vida de Chéjov, su pasión por el trabajo y la diligencia, su soledad, el peso de su enfermedad, y su compromiso con la humanidad. Aún sonrío al recordar esa anécdota en la que Chéjov comenta que el cuento que más le había gustado a un editor, lo había escrito mientras se bañaba.
Solo una deficiencia quisiera notar: faltando aproximadamente treinta páginas para el final del libro (la tuberculosis ya tiene a Chéjov aislado, reducido a piel y huesos y recuerdos), la autora comenta al paso que faltaban tres meses para su muerte. Es decir, nos impone un hecho futuro en medio de la magia voluntaria de la lectura. Sí, es probable que el lector me haga notar una duda más que razonable, un hecho, por lo demás, verdadero: pero Martin, ya sabemos que Chéjov murió. Es cierto, claro, pero mientras leemos una obra digna de leerse, la memoria se reduce a la obra. Separamos la vida del Chéjov real, prolífico y corrompido por los gusanos, del Chéjov recreado, humano y moribundo de la biografía. El error de la escritora fue imponer aquel al que ella estaba creando, descreer de su propia calidad por ese instante. Al menos yo sentí esa desilusión, pero quizá solo sea una deficiencia mía y no un error de la autora, quien sabe.
Hubo, también, en Rusia, un gran biógrafo y mejor escritor: Stefan Sweig. Este escritor no solo era un erudito, un lector y relector de los grandes y no tan grandes escritores del mundo, sino también un curioso historiador de las vidas que llevaron los amanuenses de tan atinadas obras. Así fue que escribió sobre autores tan vastos como Tolstoi, Dostoievski, Freud, Balzac, Stendhal, sin desatender ninguna de sus realidades. La gran virtud de Zweig (el compasivo lector perdonará esta elipsis), es la de posicionarse en los ojos de sus interrogados sin ignorar ni la más mínima circunstancia. Así, el aspecto físico, el contexto social y familiar, las enfermedades, la casa, todo en cada autor apunta y predispone los cimientos para su obra. El rostro de Freud, para Zweig, es comedido, discreto, sin énfasis en ninguno de sus elementos, un rostro tan prudente como su forma de escribir, como su proceder riguroso y atento. Tolstoi educa su espíritu segando los campos, se llena de fe, esa fe buscada que toda su vida lo torturó. Es curioso que un biógrafo guíe sus trabajos por el hilo conductor de las ideas del biografiado. Es curioso pero lúcido, totalmente lúcido. ¿Qué guía nuestros pasos sino nuestras ideas más arraigadas? Ya Kieerkegard decía que él solo quería encontrar una idea por la que estuviera dispuesto a vivir y morir. Una biografía que no deje ver o entrever las ideas más acuciantes es como una obra de teatro con malos actores, una obra sin alma, marionetas leyendo un papel.
Sweig se detiene en las inquietudes, en los tiempos de vacilación, en las angustias, en los períodos de latencia. Atiende a la oruga y la mariposa, como corresponde, pero se queda un buen rato mirando la crisálida.
Por último, vamos a hablar un poco de aquel que, según se dice, creó la biografía moderna. También se dice que escribió la mejor biografía jamás escrita. Pero en el mundo se dicen muchas cosas, y se callan tantas otras. Hablo de la biografía del británico Samuel Johnson, escrita por el escocés James Boswell. Boswell conoció a Johnson cuando este último era mayor, alrededor de la cincuentena, y ya había escrito su Diccionario de la lengua inglesa, y otras de sus grandes obras. Boswell, por su parte, tenía unos treinta años. Boswell ya sabía que escribiría una biografía de algún autor célebre, y lo intentó con varios, aunque sin éxito: Roussou, Voltaire, Hume, y algún otro hasta dar con Johnson.
Podemos notar, en principio, que hay una diferencia de grado con los anteriores biógrafos, un acercamiento. Boswell conoce a una persona animada, conoce una voz, conoce un modo de caminar, de ver, de sentir y de tratar. Los demás biógrafos, condenados al azar del tiempo y el espacio, escriben sobre figuras de dos dimensiones, conocen las obras, los comentarios de los allegados, testimonios familiares y de contemporáneos, pero no conocen de primera mano a aquel sobre quien escriben. Aunque, claro está, no basta con circunstancias para escribir una gran biografía, ¿qué decisiones toma Boswell? ¿Qué información selecciona? Su biografía se parece a un collage. Del período anterior a conocer a Johnson, Boswell extrae información a partir del mismo Johnson, de sus allegados, de profesores y por accidente, incluso. No mezquina preguntas. A veces, cuando son buenos, los periodistas hacen preguntas sumamente generales para que los aludidos elijan qué camino tomar. El periodista guía, sugiere, pero nunca impone.
A veces, Boswell se posiciona simplemente como un espectador de lujo, recoge las respuestas más ingeniosas en su memoria o en su libreta, y después las vuelca en su cuaderno. La biografía está compuesta por fragmentos. No se trata de una sola historia, sino más bien de un anecdotario, pequeñas historias acomodadas en una línea temporal.
La ventaja del biógrafo contemporáneo es que tiene la oportunidad de dar luz a pensamientos que de otra forma nunca hubieran sido iluminados. Todos tendríamos una respuesta a la pregunta: ¿cuál es o cuáles son tus libros preferidos? Pero si nadie lo pregunta y uno no se siente motivado a contarlo, la respuesta morirá con su muerto.
Ahora, también existe el problema de la adecuación, claro, solo serán relevantes aquellas respuestas o manifestaciones sobre las que el biografiado más ha reflexionado, o bien mediante aquellas respuestas en las cuales Johnson podía sacar a relucir su ingenio. También es cierto que existe otra intimidad por el hecho de que Boswell modifica la biografía de Johnson a partir de la entrada en su vida. Es parte. Si uno lo imagina como un juego, es casi una paradoja. Podemos pensar en un Boswell desinteresado en escribir una biografía, este hecho provoca que no exista una relación íntima con Johnson. Esto último genera que la biografía de Boswell no exista, y, que, a su vez, las otras biografías de Johnson fueran distintas. Pero eso no importa más que como un juego especulativo.
Otra decisión que toma Boswell es la de incluirse como un personaje más en la biografía. La simpatía y el buen humor de Boswell son grandes y por eso en más de una ocasión esto le trae malos tratos. Incluso podemos leer de primera mano una entrañable pelea y reconciliación entre los dos amigos.
Existe cierta tendencia de asumir que lo nuevo, o lo moderno, por nuevo o por moderno es mejor. Lo cierto es que lo moderno representa un éxito porque escapa a estructuras que llevan años sedimentando. Y por eso la modificación de las bases resulta tan difícil, porque aparecen tan lejanas que no se pueden siquiera vislumbrar.
La pregunta sería, ¿es mejor una biografía que la otra? Y para responder esta pregunta deberíamos establecer algún tipo de criterio, ¿Estético? ¿Anécdotas? ¿Ideas? ¿Rasgos físicos? Creo que muchos estaremos de acuerdo en que una anécdota exacta, con detalles minuciosos y sagaces, es mejor que una anécdota vaga e imprecisa. También creo que estaremos de acuerdo en que una selección de hechos adecuados (con esto quiero decir, hechos relevantes respecto de actividades que la persona biografiada valoraba y ejercía), es mejor que la selección de hechos inadecuados (recordemos la suposición de Tolstoi), también creo que estaremos de acuerdo en que las ideas que más representaban al biografiado son tan importantes y reales como el aspecto físico o los hechos. Pero quizá no estemos de acuerdo, no puedo saberlo. Sin embargo, esas son algunas de las cosas que pienso, basándome simplemente en lo que fui capaz de sentir, en cuando lo sentí, y a partir de qué. Por eso tampoco puedo omitir la calidad literaria de los artistas. Por eso no puedo dejar de pensar en Nemirovsky y en cómo plasma tan vivazmente las circunstancias de Chéjov. También en Sweig, también en Boswell y en otros.
¿Quién escribirá, quién se atreverá a escribir las biografías de los biógrafos? Una larga apología de la contemplación, un pintor que pinta a otro pintor pintando a otro pintor. El simpático Boswell, tan interesado en admirar, y tan poco en ser admirado, ¿quién escribirá su biografía, quién será el hereje? Su obra existirá mientras él sea invisible o despreciado. Mientras nadie escriba su biografía, él habrá triunfado.
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