Por: Juan Camilo Rincón (periodista, escritor e investigador cultural) / Natalia Consuegra (creadora de contenidos culturales)
Llega a las librerías colombianas la reedición del libro Nuestra piel muerta (Tusquets) de la escritora ecuatoriana Natalia García Freire, una de las autoras más prometedoras en la escena literaria de la región.
Una casa donde ahora reposa un padre difunto enterrado en el jardín, en medio de babosas, arañas, lombrices y hormigas. Un jardín del que solo quedan restos y rastros, y el recuerdo de la madre que lo cultivó. Una madre consagrada a su rol y a sus ritos. A esa casa de otro tiempo regresa Lucas años después en Nuestra piel muerta (Tusquets, 2023), la primera novela de Natalia García Freire, elegida por The New York Times como uno de los mejores libros en español de 2019.
Lucas, que partió de su hogar siendo todavía un niño, hoy retorna entre los ecos deformes de su memoria. Y entonces recuerda que los padres “tienen dentro un dios y miran a sus hijos como a figuras de arcilla, siempre incompletas y quieren crearlos una y otra vez a su imagen y semejanza”. Rememora a los forasteros Eloy y Felisberto, que se apoderaron del caserón; a su madre, Josefina, con ojos vacíos y devociones que nunca fueron compensadas; a su padre, tirano de su familia y sumiso ante los extraños.
Y entre los recuerdos, siempre los insectos, el polvo, los pasos y olores de quienes habitaron la casa, el aire obsceno, el sudor y “vivir entre su piel muerta, que es la nuestra”.
Conversamos con la autora ecuatoriana sobre su novela, la herencia familiar y de territorio que se traslada a su escritura, y su mirada sobre la producción literaria en la región hoy.
La novela está narrada en primera persona por un joven, Lucas, que evoca su infancia. ¿Qué la llevó a tomar esa decisión en términos narrativos?
Desde el principio Lucas apareció muy naturalmente como la voz masculina de un niño de cierta edad; no fue muy premeditada. Mi primera idea con esta novela era escribir de alguna manera la historia de la casa de mis abuelos, pero no basada en hechos reales sino desde las sensaciones que para mí marcaron esa estancia en la casa de ellos, que tienen que ver con la locura, la muerte y la enfermedad, pero también con lo luminoso, con lo botánico. Como para mí era un tema muy cercano y quizá difícil de abordar, narrativamente fue mucho más natural abordarlo desde un extremo más lejano: un niño que, además, no tiene nada que ver con mi situación, entonces yo podía entrar en él y desde ahí entender esa configuración de su espacio, esas relaciones con la madre y el padre, sin ponerme ahí con mis propias emociones. Quizá por eso fue tan natural esa elección de la primera persona y que fuera un niño, y no una voz femenina. Fue lo primero que salió aunque todavía no sabía bien cómo iba a funcionar, pero la voz estaba ahí.
También se siente como una novela muy orgánica: la tierra desnuda, el polvo, los cuerpos y, por supuesto, los insectos. ¿Cómo logró dar cuenta no solo del afuera y lo material, sino también de lo que ocurre en la cabeza de Lucas, a través de estos elementos orgánicos?
Creo que ahí hay tres cosas. La primera es que todo lo que tiene que ver con la tierra y lo orgánico, lo siento siempre como parte de una herida del mestizaje. Siento que parte de ser mestiza y de vivir en la ciudad tiene que ver con un hueco, con algo que falta, y que para mí tiene que ver con lo sagrado, que es algo de lo que carezco totalmente. Salir hacia esa tierra desnuda, hacia lo botánico, lo entomológico, pero también lo orgánico, lo que se pudre, todo eso más animal, más humano y vegetal, era un intento de rasgar en esa herida, en eso de lo que carezco. Luego, tuve que entender también cómo cada mundo tiene su poética, entonces tuve que ir mucho hacia esa poética de lo entomológico. Leí muchísimos manuales entomológicos para entender que esa poética no tiene nada que ver con lo bello; hay otra cosa. Fue un descubrimiento mucho más bonito de lo simétrico, lo matemático, incluso de lo entomológico y de lo botánico también, de cómo crecen las plantas con cierta perspectiva de lo matemático.
¿Lo segundo fue entonces esa poética?
Sí, y aunque me costó, me servía un poco para ir entendiéndola y creando una metáfora de esa herida de Lucas, pues él incluso renuncia a ese Dios que le han dado y trata de buscar una nueva idea de lo sagrado en este mundo. Para mí eso fue muy personal porque yo sentía que hacía ese recorrido también, con esa primera persona, buscando eso sagrado que para mí nunca ha estado en ningún sitio. Lo tercero es que para mí fue muy importante tratar de ir a esa especie de memoria alucinada, no solo de la infancia −que para mí tiene mucho que ver con la muerte−, con la casa de mi abuela y con esa mirada que deforma todo, que puede ver en lo pequeño cosas gigantes. Hace un tiempo empecé a llevar un diario de recuerdos, pero no tratando de que sean como el recuerdo que tengo ahora, sino como los viví en ese momento, esas cosas que no tienen ninguna lógica de proporción o de tamaño. Por ejemplo, recuerdo que con mis hermanas teníamos esta idea de que las tres vimos una oruga que creíamos que era Dios, pero cada una la vio a su manera: yo la vi súper grande, mi hermana la vio peluda… Traté de ir a esos recuerdos y fue así como intenté acercarme a esa tierra. Para mí era muy importante ser honesta respecto al hecho de que yo no tengo esa conexión sagrada con la tierra y nunca la voy a tener, o la puedo buscar, pero siempre va a ser escarbar y escarbar hasta intentar, como Lucas, que esa idea de lo sagrado me acepte. Para mí eso es una herida.
Está la riqueza de la idea del insecto para metaforizar conceptos como la lealtad, la agilidad, el orden... ¿Qué representan para usted los insectos?
Yo vivo en Cuenca, una ciudad que cuando yo era chica era mucho más pequeña, más rural, incluso. Ahora, aunque la ciudad ha crecido, por ejemplo, a la vuelta de mi casa todavía hay caballos, cerdos. Entonces sí que había mucha presencia de insectos. Y no sé si por la cercanía también con el mundo indígena −que aquí hay una presencia muy fuerte−, los insectos siempre han tenido una carga muy mística y de superstición en mi familia. Si encontrábamos tal escarabajo iba a haber buenas noticias; si veíamos una mariposa negra iba a haber una muerte; si encontrábamos una araña con siete patas, no con ocho, era de buena suerte, entonces había que mirarla y quedarse un rato pidiéndole algo... Siempre los insectos unidos a una carga muy supersticiosa, como si controlaran cosas que uno no controla. Esa era mi relación. Nunca les he tenido miedo o distancia; siempre han sido seres que están por ahí y asociados a muchas creencias de lo bueno o lo malo. Sobre todo son seres que en ciertas épocas −por ejemplo, en época de lluvia hay arañas− como que traen cosas o llevan cosas. Cuando empecé a escribir Nuestra piel muerta empecé a tener una relación más de observación, casi de obsesión. De hecho, empecé a coleccionar insectos que encontraba muertos, los secaba, los metía en alcohol; en el cuarto tengo un montón de escarabajos y libélulas. Se convirtió también en una cuestión de observarlos hasta el punto de tratar de entender esa perfección… y todo eso fue por Lucas, para poder entrar y entender lo que le atraía a él de estos seres, entrar en esa idea de mirar algo tan pequeño pero tan perfecto, y entender además por qué uno se siente tan frágil. Los insectos son pequeñitos; se supone que es raro tenerles miedo, pero cuando uno los observa por mucho rato se da cuenta… ¡es que son tan duros!, llevan como el esqueleto por fuera. Te dan una idea totalmente opuesta a lo que es uno, que es todo frágil, que te lastimas. Entonces, a raíz de escribir o de planear Nuestra piel muerta sí que empecé a darme cuenta o a observar mucho y a recolectar insectos para entender lo que uno siente, cómo actúan también como un espejo de la fragilidad de uno.
Es muy interesante este tratamiento de lo ritual, lo religioso, lo mítico. ¿Cómo edificó la narración sobre la religiosidad de la madre y el padre y, al tiempo, desmitificó la religión desde el lado que la conocemos, casi que creando otra religión o una nueva mitología?
Ese es un ejercicio que llevo haciendo por mucho tiempo. Mis papás son anticuarios; siempre hemos tenido muchas antigüedades en casa; durante mucho tiempo ellos se dedicaron a comprar y a ir guardando. Tenían un pequeño museo de la cultura cañari −la comunidad que estaba aquí antes de que lleguen los incas y los españoles, y que todavía tiene mucho peso en esta parte de los Andes−. En casa siempre hemos tenido esa cosa de pequeños altares con lo cañari, no del todo fuera de lo católico −yo fui criada como católica y en un colegio de monjas−, pero sí muy permeados, sobre todo por mi mamá, por esta idea de que esa mitología cañari, que es muy animal, estuvo antes aquí. Siempre estuvo muy presente como parte de la vida. Hemos tenido altares, hachas, piedras súper antiguas y siento que esa falta de lo sagrado lo he ido buscando en otros lugares. Para mí el mismo acto de escribir es buscar lo sagrado; escribir es buscar otros mitos. Es como si la ficción te llevara siempre a otros mitos y a escapar de lo que ya conoces; la ficción, más que una respuesta, es una búsqueda. En ese sentido, quizá también porque es mi primera novela, para mí era un poco una declaración de intenciones: lo sagrado para mí no está en esto en lo que me educaron y que ha sido impuesto de forma tan violenta (lo católico en nuestros países). Lo mítico que tengo está, a lo mejor −o solo lo puedo encontrar− a través de la palabra y la imaginación, que es eso que queda para mí de mítico y sagrado.
¿Cuál personaje le resultó más difícil construir, o cuál le implicó un desafío en todos los sentidos cuando empezó a escribirlo?
Felisberto; a él le fui agarrando la idea porque es muy caricaturesco; es tan malo malote que ya no era tan difícil. Pero el más difícil y que, de hecho, por eso no está ni siquiera tan presente, es la madre de Lucas. Para mí era muy difícil escribirla, y de hecho me costó escribir cada escena de ella. Pienso que es porque es un personaje muy vegetal; ella es como de otro mundo, como de un mundo vegetal al que a mí me costaba mucho, muchísimo acceder.
Pasando a un nivel más general de su trabajo como escritora, ¿cuáles son las autoras en América y de la región que han sido sus referentes y qué encuentra en la literatura de ellas que nutre su propia escritura?
Muchísimas. Una en la que pienso ahora mismo es la argentina Sara Gallardo. Lo que más me atrae de leerla es que entiende que la historia la llama y le pide cosas distintas, y es capaz de ser una escritora distinta en cada libro; eso lo admiro mucho. Hay una autora estadounidense que siempre menciono, Shirley Jackson, por las casas encantadas y lo fantasmagórico, asuntos con los que ella juega no solo dentro del género o de las líneas del género del terror, sino resignificando el terror. El terror a veces es estar en casa con tu familia, no sola; no que haya fantasmas, sino que no los haya. La uruguaya Armonía Somers me fascina por todo lo que rompe cuando escribe. Puede hacer malabares y le salen bien, como en La mujer desnuda, porque entiende que la escritura no es verosimilitud o no es solo enganchar sino que también es lenguaje, palabra tras palabra, nudo tras nudo. Entre mis contemporáneas están María Fernanda Ampuero, que me maravilla por su forma de narrar la violencia. Ella y Mónica Ojeda son de la costa y creo que tienen un manejo narrativo muy distinto de la violencia, que yo admiro mucho porque siento que son violencias muy distintas, y es muy lindo ver cómo de un mismo territorio la violencia crece de otras maneras, casi como si fueran las plantas o las montañas. Otra autora actual a quien leo mucho es la española Aloma Rodríguez, que tiene muchísimo sentido del humor, cosa que a veces nos hace mucha falta en la literatura. Está bien ese sentido del humor que te lleva a reinstalarte en las historias y a reírte de ti mismo; hace falta quitarle seriedad a veces. Otra autora española que también sigo mucho es Marina Perezagua, que cruzó el Estrecho de Gibraltar nadando. Ella es como si fuera un ser de agua; tiene unas novelas preciosas y libros de cuentos también muy alucinantes. Están la mexicana Cristina Rivera Garza, y Laura Ortiz Gómez y Johanna Barraza Tafur, colombianas. Mariana Enríquez me encanta pero me habría gustado mucho más leerla con dieciocho años. Es la autora que habría querido leer a los veinte años con esa fuerza que tiene. Creo que ahora mismo somos tan afortunados de que por fin haya cómo nombrar a tantas autoras… y todas las que hay por descubrir todavía.
¿Cómo ve usted el diálogo entre las autoras latinoamericanas?, ¿qué conversaciones se están dando?
Son muy interesantes los debates que se empiezan a generar. Una autora que siempre está lanzando debates −que son incómodos entre nosotras como autoras, y eso es importante− es Ariana Harwicz. El solo hecho de poder leerla y cruzarse con ella ya te pone en una situación que creo que es beneficiosa para las autoras, que es la de incomodarse. Hay otro debate que me interesa mucho y un tema del que se está hablando mucho, cuando me cruzo con amigas autoras en ferias o en festivales, que es por qué siempre estamos sentadas en mesas de escritoras mujeres, por qué hemos vuelto a esta burbuja de la que se supone que ya habíamos salido. Creo que son debates en que entre todas ni siquiera nos ponemos de acuerdo, o que nos incomodamos las unas a las otras y de lo que podemos igual conversar. Esa es una de las cosas que creo que más enriquece. Con autoras de España y en algunos países de Latinoamérica he vivido un diálogo totalmente generoso y fructífero, y eso pasa también de las editoriales independientes, por ejemplo. Hace poco que estuve en España me tomé un café con Valeria Correa Fiz, una cuentista argentina que vive allá, y son diálogos en donde creo que el mayor interés de quienes nos sentamos a veces a charlar y a conocernos, por mediación o no de editoriales y editores, es buscar más lecturas, referentes, contaminarnos las unas a las otras. Para mí eso es lo más lo más bonito de ese diálogo y creo que hay mucha más contaminación de España a Latinoamérica y de Latinoamérica, sobre todo. Por ejemplo, ahora he visto mucho en España nuevas novelas que toman lo oral para escribir; es algo que en Latinoamérica se ha hecho mucho y se ha hecho siempre: aceptar este lenguaje manchado que tenemos, que no es neutro. Creo que eso se da porque hemos ido ahí también a descolonizar y eso me entusiasma, ese intercambio y a la vez el dejarse contaminar por otras miradas, permitir que el otro te influya. Siento que eso se da sobre todo en círculos no tan masculinos, sino de escritoras donde no hay asuntos de egos, entonces no hay miedo a que el otro te robe ideas.
¿Qué cree usted que hace falta para seguir promoviendo las nuevas literaturas? Brenda Navarro hablaba, por ejemplo, de la importancia de los clubes de lectura para la circulación de nuevas obras.
Primero, creo que hace falta pensar que todo lo que ha salido nuevo es apenas una parte y que, por ejemplo, nos hace muchísima falta conocer escritoras y escritores de lenguas nativas indígenas. Parece que Latinoamérica ya está representada en la literatura y yo no lo siento así; siento que falta muchísimo. Sobre los clubes de lectura concuerdo totalmente con Brenda Navarro: el escritor que se desplaza de un lado al otro y a quien le gusta ese cruce con los lectores se convierte casi en un pequeño intermediario. Ahí ya no hace el trabajo la editorial, sino que va uno a conocer a sus lectores, pero eso también es un trabajo, entonces es complicado. Nos hace falta pensar las maneras de gestionarlo para no tener escritores y escritoras quemadas por hacer todo eso. Quizá, al menos a nivel del país, hace mucha falta que en verdad se recuerde que la lectura es un derecho; eso no lo repetimos lo suficiente. Pareciera que leer lo pueden hacer todos, pero realmente lo hacen solo quienes pueden y tienen los medios. Necesitamos exigir muchas cosas, mucha comunidad y colectividad. También creo que hace falta prestar más atención a escritores, bookstagramers, booktubers y toda la gente que está haciendo comunidad lectora fuera de las grandes revistas y de los grandes suplementos literarios, que muchas veces son bastante cuadrados y tradicionales. Quienes de verdad hacen mucha comunidad lectora son quienes hacen un periodismo literario muy fuerte y comprometido. Nos falta hacernos grupo entre escritores independientes, editoriales independientes, periodistas independientes. Necesitamos hacer colectividad.
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