La escritora cartagenera Teresita Goyeneche decidió tomarle la palabra a los recuerdos para volver a sumergirse en la ciudad de su memoria. En La personalidad de los pelícanos (Tusquets) narra su Cartagena de la infancia: la de las vendedoras de fritos, el dulce de las frutas y la sal del mar, picós y calles de polvo, un cerro que parecía querer tragarse la urbe, gaviotas, barrios en miseria, edificios altísimos y casonas viejísimas, turistas y populismo.
La vida de la autora como doctoranda en la gélida Nueva York la hizo evocar una tierra que ahora sentía la necesidad de recorrer de nuevo en un relato de no ficción. La reencontró como un cuerpo explotado que duele y no olvida las heridas de hace décadas y siglos. Tuvo que repensar sus mitos, cuestionar sus prejuicios y apropiarse de las muchas ciudades que conforman −paradójica denominación− “La Heroica”.
Cartagena es hoy para Goyeneche una “piedra inerte y frívola”; un territorio social, político y cultural de despojos, activismos y contrastes. Los recuerdos de la autora se convirtieron en promesas que, alimentadas por una juiciosa investigación en archivos y con voces vivas, dieron lugar a una crónica nostálgica.
¿Dónde nace la metáfora de Cartagena como el cuerpo de una mujer?
Todo comenzó con un ejercicio de imaginación a partir de elementos tradicionales de identidad y cohesión: la bandera, el himno, el mapa. El ejercicio buscaba responder una pregunta: ¿cómo contar un lugar que se ha contado varias veces antes y que es común a millones de personas sin ser obvia o repetirme? Cuando llegué al mapa estaba experimentando con la poesía y salió lo que luego se integró a la introducción, la metáfora de la mujer y el vestido. En ese poema conté las tres localidades de la ciudad desde la imaginación, desde lo que los datos me decían de cada localidad y también, debo decirlo, desde mis propios imaginarios y prejuicios. No conozco a profundidad la cotidianidad de las localidades 2 y 3 porque no he vivido en ellas. Son territorios que conozco porque me interesa la ciudad, porque los he cubierto y porque hay amplía información científica y estadística para contarlos. Si miras el mapa, es posible que no veas a la mujer, pero yo sí la veo; no me tocó forzarlo. Tampoco fue un ejercicio novedoso; hay otros autores que describen ciudades y territorios como cuerpos femeninos, sobre todo en el marco de las luchas por la tierra, en contra de prácticas extractivistas y resistencias desde el cuerpo. Creo que en el marco de esa tradición, insertar a Cartagena en la narrativa de un cuerpo que resiste, de un cuerpo que padece el extractivismo salvaje, de un territorio en disputa, tenía sentido y es apenas justo.
¿Cómo fue la construcción de Cartagena como territorio protagonista?
Quería abordarlo todo, que nada se quedara por fuera, pero eso era imposible. Entonces busqué historias que contaran situaciones y lugares que de una forma u otra fueran muy específicos de la ciudad, realidades que fueran normales e ineludibles para los que la vivimos, pero también que arrojaran un mensaje universal. Todos, creo, saben cómo se ve la injusticia, la felicidad, la belleza, la desigualdad. Acá buscaba contar cómo se veía todo eso en Cartagena. Pienso, además, que las ciudades como las personas no son una sola cosa, son multidimensionales, diversas, imposibles de atrapar en un solo par de adjetivos, en una sola idea. Era importante que el relato estuviera lleno de contradicciones, subidas y bajadas, esplendor y decadencia. Quería, sobre todo, una Cartagena que fuera antihéroe para desbancar por fin ese lastre que arrastramos por el mito de “La Heroica”.
Cuéntenos sobre la experiencia de trazar la línea del tiempo de los mandatarios de Cartagena y los diferentes eventos políticos para retratar los cambios y las diferentes caras de la ciudad.
Esa parte del trabajo fue muy esquemática. Sabía que si echaba para atrás en la prensa desde el 88 hasta la fecha, encontraría mucho de lo que buscaba, así que hice trabajo de archivo. Comencé con El Universal porque es el periódico de la ciudad, el que lee o leía casi toda Cartagena en casa mientras yo crecía. Me metí varios días en los archivos, revisé los libros uno a uno. Mientras buscaba a los y las alcaldesas, encontraba historias y pedazos de información que me parecían increíbles, como el número de turistas que llegaban a la ciudad en los 90, un número ínfimo en comparación con el turismo de hoy; las conversaciones sobre el tratamiento de aguas y mitigación de inundaciones de hace treinta años que siguen siendo las mismas de hoy; los reinados, las fiestas, la forma cómo se cubría las visitas presidenciales a la ciudad. Aquellas cosas que no encontré en la prensa local las busqué también en los archivos digitales de medios nacionales como Semana y El Tiempo. También visité, con una amiga que ama los archivos, el de Barranquilla. Fui muy enfocada en contrastar algunas cosas como el secuestro de Fernando Araújo y la forma como se contó el período de Nicolás Curi y Judith Pinedo en El Heraldo.
¿Cuál es el vínculo entre las circunstancias políticas y sociales de Cartagena con su vida familiar y personal, y las decisiones que ha tenido que tomar?
Lo personal es político, ¿no? Ahí está el vínculo. Eso lo aprendimos de los movimientos feministas. Fui criada en un hogar en el que la conversación sobre lo público y la política era cotidiana; estaba en el desayuno, almuerzo y cena de nuestro cada día. Mi madre fue casi toda su vida funcionaria y mi padre fue líder sindical y hace cuarenta años es docente universitario de Economía e Historia. Si uno crece en un hogar en el que se discute cómo que se metan los ladrones a tu casa está conectado con las decisiones que toman en la Secretaría del Interior de la ciudad, uno crea un músculo mental que hace ese ejercicio con cada decisión que se toma adentro y afuera. A mi me criaron con mucho amor y ternura, pero también agitada, preocupada, llena de datos. Creo que esa fórmula no tenía otro resultado. Mi mundo arranca en Cartagena y en el patio de la casa de mi madre está el centro de mi universo. Un editor que admiro mucho me dijo que escribiera este libro para hacer un exorcismo, y mira que lo hice y aún sigo pegada. Como ya hace un tiempo no vivo en la ciudad por estudio y trabajo, ahora estoy ampliando la mirada y pensando en cómo el centro del país se relaciona con el devenir de la región Caribe y la ciudad.
En el libro usted afirma que escribir y relatar estas historias hace parte de un cuestionamiento profundo sobre el clasismo y el racismo. ¿Cómo fue el proceso de controvertirse a usted misma?
Comencé escribiendo una crónica tradicional en tercera persona. Con el tiempo y la distancia empecé a notar que le faltaba mucho a eso que escribía para que fuera realmente el texto que yo quería: un documento que interpelara al lector. En medio de ese proceso tomé una clase que se llamaba Psicoanálisis e identidad. En ella empecé a entender que todo aquello que yo criticaba no solo vivía en los otros, sino en mí, porque si yo soy la ciudad, todo lo que digo de la ciudad también lo digo de mí. Entonces, si yo pensaba que Cartagena es racista, la siguiente pregunta debía ser: ¿dónde está ese racismo en mí?, ¿cómo se materializó en mi vida? En ese ejercicio entró la primera persona al libro. No quería más el dedo acusador apuntando solo hacia afuera, también quería uno que me incomodara a mí misma. Y sí, hubo duelos en el reconocer cosas que ya no podía cambiar, cosas que aún sigo sin poder arreglar, pero por lo menos ahora está la conciencia de que existen. De esa conciencia me queda la certeza de que no es suficiente reconocer que hemos sido estructurados para ser racistas, clasistas o machistas, sino que para que no se repita, también hay que luchar por no serlo. Como le escuché a Yásnaya Aguilar hace poco, las luchas identitarias no son solamente una lucha por el reconocimiento, sino también por la agencia, por la autonomía, porque aquellos que caen en la otredad del ser hegemónico, tengan pleno poder para actuar sobre si mismos.
¿De qué manera las dinámicas de corrupción y desigualdad de Cartagena se extrapolan a Colombia, y cómo esa relación entre los gobiernos central y regional perpetúan a las mismas élites en el poder?
Periodistas como Laura Ardila han demostrado en múltiples ocasiones cómo aquello que afecta a una ciudad como Cartagena está conectado con el gran poder que se ejerce desde el centro. Pensemos por ejemplo en los años de interinidad que atravesó Cartagena entre 2012 y 2020. Durante ese tiempo, cada vez que destituían un alcalde, el presidente nombraba uno de confianza. Podríamos pensar que había algo de interés en que la ciudad –uno de los puertos principales, con una zona industrial que aloja la productora y comercializadora de polipropileno y polietileno de Ecopetrol, etcétera– viviera esa inestabilidad para tener control sobre esos recursos. Pensemos en quiénes están en el Congreso hoy, cuáles son sus casas políticas allá y acá, cómo están conectados con ese puerto, esa zona industrial, con el turismo. En este mundo nuestro tan neoliberal, pensemos en cómo se relaciona lo público con lo privado, todos debajo del paraguas de un Estado que es cada vez más pequeño en operación, a pesar de tener más participación en el PIB.
En el libro usted expone casos de violencias y corrupción, pero también narra historias esperanzadoras. ¿De qué manera puede la ciudadanía gestar cambios que transformen a Cartagena?
La sociedad civil está compuesta tanto por actores empresariales como la ANDI, como por movimientos sociales afro, movimientos estudiantiles, feministas, organizaciones no gubernamentales, etc.; son grupos de personas que se enuncian desde lugares bien distintos del mundo. Para sacar a la ciudad de la crisis institucional le deberíamos apostar al diálogo y las alianzas y también al mediano y largo plazo, porque poner a gente tan diversa de acuerdo toma tiempo y seguir un plan a largo plazo necesita recursos. Hace unos días leía un texto para una clase del doctorado, que invita a pensar en la transición energética desde los gremios culturales. Habla de transición desde abajo, de transición por localización, transición por colapso. Se llama After Oil de Petrocultures Research Group. Bueno, ese mismo ejercicio nos merecemos en Cartagena. Hay que pensar la ciudad desde abajo y también escuchar a los movimientos sociales, a la academia local, a los empresarios, a las colonias. Democratizar esa conversación partiendo de lo obvio: el sistema ya colapsó, no es viable seguir manteniendo un aparato tan ineficiente y arcaico. Lo vemos en la inseguridad que vivimos –alimentaria, laboral, física—, en la descomposición ecológica evidente en lugares como la Ciénega de la Virgen, Barú, La Popa, las Islas del Rosario, o todos los cuerpos de agua que atraviesan a la ciudad.
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