Nota introductoria: Empecé esta continuación sin releer la primera parte. Tuve en cuenta solamente la idea que tenía de esa primera parte, su recuerdo. Cuando terminé esta continuación, releí algunos puntos de la otra parte y me di cuenta de que diferían bastante. No creo que esté mal aceptar esas variaciones, significan que he cambiado. Me gané algunas independencias y perdí algunas inocencias en el camino. Releí el Fedro y ya no coincido tanto con ese que fui, aunque trato de entenderlo. En esta parte abundan los consejos sobre literatura, y no hay tanta reflexión sobre autores o libros como había en la otra. La economía, creo, es parecida. El valor, cada uno sabrá.
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No confundir ambiguo con abstracto. Ambiguo es algo concreto que no sabemos cómo se mira. Abstracto es algo que no se puede mirar.
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¿Qué significa ser interesante? Esta es una pregunta que me hago seguido. Sospecho que algo es interesante cuando confiesa duda, pensamiento in vivo. Cuando leo a otros autores, intento reconocer en qué momentos me siento más atento, y después trato de identificar la causa.
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De la manera de introducir información: Si al inicio de un cuento estoy llevando un personaje a la casa de otro y lo hago pensar: “Ahora me va a conocer…” Entonces el lector deduce que ese personaje está enojado, que hay una causa, que ingresa en una historia que se proyecta hacia atrás. No hay más que decir. Ya lo imaginamos con el ceño fruncido, a paso firme, arremangándose como Popeye.
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Al escribir una pregunta retórica, asegurarse de que la ciencia no la haya respondido y, en lo posible, de que sea incapaz de responderla.
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Definir algo con tanta precisión como para arrancarlo de la especie. El ADN humano está compuesto por cuatro unidades básicas, nada más que cuatro, que se ordenan de forma tal que nunca dan un mismo lector. Se trata de un orden particular, de una sintaxis genética. Con la poesía ocurre lo mismo. No hay buen poema que sugiera un ombligo. ¿Cuánto hay que correrse de la historia para escribir un buen poema? Lo íntimo es la sintaxis. La forma de decir las cosas siempre lleva implícito un tono, una manera particular de pararse frente al mundo. Aunque se lea en silencio, reconocemos si nos gusta o no nos gusta la voz. Las mismas palabras, en un orden distinto, pueden estar advirtiendo, retando, anhelando.
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Si la desproporción viene del latido, no hay nada que corregir. Ni es una desproporción.
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Sobre los estímulos. Tan importante como la técnica son los estímulos. ¿Cómo generar una actitud creativa? Valorar la imaginación. Evitar la historia.
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El idioma también puede ser una apariencia. Algunas personas pueden conversar sin jamás llegar a entenderse. O peor, sin querer entenderse. Esos rechazos se deben dejar en el respaldo de la silla antes de ponerse a escribir.
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¿Cómo hacer para que el autor no ingrese en la narración? Ser los personajes. ¿En qué me fijaría si me están apuntando con un arma? La respiración del otro, su nerviosismo o tranquilidad, sus ojos, mi miedo.
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Hermann Hesse definió la belleza como aquello a lo que no le sobra ni le falta nada. Si a una esfera le quito algo, está agujereada; si le sobra, tendría protuberancias, como una cara con granos. No sé qué nos inclina hacia las formas armónicas, a lo mejor el placer de captar un orden. La simetría del cuerpo favorece su gracia; la de una rueda también; una ecuación también es un sistema cerrado. En el caso de un cuento, sentimos que es bueno cuando solo se narra aquello que interesa a la historia. Cuando el autor está tan inmerso en darle forma a lo que ve, que abandona su mundo. Al poner el punto final, el cuento se debe desprender como la fruta del árbol.
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La terrible impresión de no saber si uno se está acercando a la entrada o a la salida. La gracia de mantener la fuerza, aunque la carne tiemble.
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Saber reconocer la frontera entre lo que se sabe y lo que se ignora. ¿Cómo? Callar las intenciones sobre las cosas. Mirar sin hambre hace que la manzana deje de ser dulce. Se transforma en la ficción orgánica de un árbol para engañar al tiempo, su semilla, su esperanza. Pero también es la manzana que mordió Eva, la de Newton, la superposición del verde con el rojo, y también la dulce.
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Cuando intentamos explicar lo sublime, no tardamos en sentirnos ridículos. Las revelaciones no se pueden recordar, solo su apariencia es susceptible a la memoria. Lo demás lo perdimos en el camino. Nos queda la nostalgia de un recuerdo, y en él unas palabras esperando a ser descubiertas.
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No se trata de buscar palabras que representen mucho espacio pero ninguna imagen —mundo me dice mucho menos que hormiga—. Tal vez se trata de reconocer lo que sugieren las palabras. Y lo que sugieren según el lugar donde estén. No desestimar los ecos.
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Un escritor no se tiene que preocupar por el lector individual y sus circunstancias. Su deber es ser todo lo honesto que pueda, reflejarse para que el lector se vea espejado más tarde. La tarea del escritor es desempañar el espejo. Parece paradójico que uno pueda ser más útil encerrado en una habitación hilando palabras que saliendo a la calle. Pero es un hecho del carácter y hay que aceptarlo como al agua o los árboles.
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Foster Wallace describe el oficio artístico, la mirada artística, como una forma singular de fracturar la realidad. Fracturar. La realidad se nos da continua, las cosas se apoyan unas sobre otras y después se separan, en aparente individualidad, ¿cómo separar un árbol de la tierra, o de los pájaros y sus nidos? Y sin embargo es árbol. Mirar, no para encontrar sino para descubrir. Solo así se pueden hallar relaciones más exactas. En términos de quiromancia, sería un error dejarse guiar por las cicatrices y los callos, ignorando las líneas naturales.
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Cuando leemos o escuchamos algo que nos parece absurdo, en lugar de refutar, (verbo preferido en las camarillas) mejor preguntarse, ¿qué habrá querido decir esta persona con…? Se puede aprender mucho cuando uno adopta la actitud del que no tiene nada que defender. (Esto último es un ejemplo de algo que puede ser malinterpretado: claro que tengo posturas que defender, pero no porque sean mías sino porque sé cómo llegué a ellas. Se defiende un camino, no una posición. Si se me ofrecen mejores razones para creer en otra cosa, bienvenido sea.)
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Condición de poeta: vivir como si ya se estuviera evocando.
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Son tantas las combinaciones posibles. Por apariencia, uno podría llegar a creer que no se pueden decir cosas profundas con palabras sencillas. Pero no hay que confundir. Acomplejar lo sencillo no habla de capacidad, sino de ineptitud. La naturaleza no le agrega otra ala al pájaro.
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Algunos lectores se limitan a agradecer lo que están leyendo. Otros, se quedan mirando si lo leído pertenece o no al género definido como épico en función de alguna teoría crítica arbitraria. Las clasificaciones nunca enriquecen los textos, las interpretaciones sí. Por eso es más valioso un escritor intérprete que un clasificador (también mal llamado realista).
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Transferencia de impresiones: Evocamos a una persona por medio de algún objeto que la caracteriza o la caracterizó en determinado período. Es una forma algo extraña de sinécdoque. Nos pasa también con las canciones. Si estamos comprometidos con nuestra historia (y lo doy por hecho), sabremos cuando nuestros personajes sentirán esa agria o feliz correspondencia.
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Si creés que un cuento solo puede terminar con una muerte, vas por buen camino. Con el tiempo se aprende que también muerto es quien camina distinto.
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Verlo todo para seleccionar: Para elegir, hay que conocer muy bien las opciones. Si estoy describiendo un bar, es necesario que lo conozca perfectamente. Si es posible, debo saber hasta el color de las mesas con el único fin de omitir su comentario porque la atención está en otra parte.
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Lo importante no es el abismo sino las paredes que lo contienen. Las paredes son el abismo.
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Una actitud absurda siempre debe ser explicada por una buena razón. A veces, una circunstancia insólita es el efecto de llevar una pequeña mentira hasta sus últimas consecuencias. En El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen, la actitud absurda: hacer como que el emperador está vestido, se explica porque los sastres estafadores dijeron que aquellos que no podían ver el traje eran estúpidos y no merecían sus cargos. Los funcionarios no pondrían en peligro su lugar; el emperador, no pondría en duda su sabiduría. Además, el autor no dice desde el principio el defecto más grande del emperador: “No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos.”.
¡Joya!